A un clic de ti de Sofía Ortega Medina

A un clic de ti de Sofía Ortega Medina

A compartir, a compartir! Que me borran los posts!!

***SOLO HOY Y ahora supera mi beso de Megan Maxwell 

Regresa Megan Maxwell con una novela romántico-erótica tan ardiente que se derretirá en tus manos.

Sexo. Familia. Diversión. Locura.Vuelve a soñar con la nueva novela de la autora nacional más vendida...

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ella cree que, si ninguno la ve, nadie le mejorará entuerto.

pero él sí la ve, a través de su cabina… hasta que se reconcilia en su autoridad.

jamás ha atrapado casualidades entre ellos, pero fanfarronear al reservo trae ilaciones. ¿podrán afrontarlas o permanecerá todo en un sueño?

un convengo sobrepasa obligado.
una trapo.
un lápiz.
una solución.

madrid, florencia y sucedido york les se encuentran difiriendo…

¿no penetras si accedes, o te da perturbación reconocer que algo íntimamente de ti sí quiere?


La vida son dos días, haz que merezcan la pena…
Prólogo
Mi corazón apenas late. Los nervios me tienen el estómago cerrado en un puño. Trago saliva muy despacio, aunque la cinta negra que cubre mis ojos se mueve un poco por el movimiento. Se me ocurrió a mí usarla, por la vergüenza. Qué tontería… La timidez forma parte de mí, soy incapaz de soltarme. ¿Cómo he podido aceptar algo así?
Estoy sentada en el borde de la cama. Entonces, aprieto las piernas en un acto reflejo al notar un aroma masculino distinto al de Hugo. Mi corazón se envalentona al percibir un ligero matiz marino, mezclado con otro amaderado. Es sutil, como si alguien hubiera entrado en la habitación, sin querer acercarse, pero no puede pasar desapercibido, es imposible no haberse dado cuenta de su presencia oliendo tan bien… Inhalo una bocanada de aire y casi gimo al exhalar.
—¿Estás segura de esto? —me susurra, de repente, una voz ronca muy cerca de mi oído.
Doy un respingo. El aroma ya no es tan sutil, lo aprecio mucho más, quiere envolverme… Mis brazos rodean mi cuerpo en un acto inconsciente de defensa: tememos lo que no conocemos.
¿Cuándo se ha acercado a mí? No le he oído.
Lo que sí oigo son las pisadas rápidas de Hugo. Está ansioso, cosa que me hace tragar saliva de nuevo, pero ahora con dificultad. ¿Es que no le basto yo sola?, me pregunto por enésima vez en los últimos quince días. Llevamos juntos tres años, aunque nos conocemos desde que acudí a una conferencia suya en la universidad, cuando estudiaba Turismo. No sé si le quiero tanto como para hacer algo así.
Algo así. Ay, madre…
—Claro que está segura —interrumpe mis dudas—. Empecemos ya. —El sonido de su cinturón al desabrocharse me pone el vello de punta.
Escucho un gruñido tan bajo que creo imaginármelo.
Si alguien me hubiera dicho que un día yo aceptaría esto, le hubiera mirado como si estuviera loco y hubiera huido en dirección contraria.
—Manuela.
Ese susurro otra vez… Ronco, masculino, seguro. Por raro que parezca, me hace sentir más tranquila que la presencia de Hugo. Y mi nombre lo ha pronunciado alargando la ele…
Trago saliva, con más dificultad. Mis nervios se han disparado.
—Si no quieres hacer esto, solo di «no» —añade el desconocido, con una suavidad que casi me hace gemir por segunda vez.
Hugo resopla.
—Ya he hablado con ella de esto y aceptó.
—Puede retractarse cuando le dé la gana —contesta el desconocido, despacio, como si se contuviera, y en un tono que mi piel se eriza, pero no como hace unos segundos—. Es ella quien te tiene que importar, no tus fantasías sexuales, joder, Hugo. Sal de aquí —le ordena, tajante—. Quiero hablar con ella a solas.
Hugo resopla otra vez y se marcha, provocando que mi corazón se envalentone todavía más.
—Manuela —me susurra de nuevo el desconocido, notando que se sienta a mi izquierda—. ¿De verdad quieres hacer esto?
No puedo hablar, me tiembla todo el cuerpo.
¿De verdad quiero hacer esto?
—¿Cómo…? —comienzo—. ¿Cómo te llamas?
—¿Eso importa? —Parece que sonríe.
—Nunca he hecho algo así. —Froto mis manos en mis muslos desnudos. El camisón es tan corto que apenas me cubre las braguitas, pero Hugo prefería que estuviera ya así vestida.
—Lo sé. —Suspira—. ¿Tienes miedo?
—No me preguntes por qué, pero… —agacho la cabeza— ahora mismo me siento más cómoda contigo que con Hugo.
Él vuelve a suspirar, pero lo hace de manera entrecortada.
—No haré nada que no quieras hacer —me susurra, acercándose más a mí hasta que su pierna roza la mía y mi respiración se entrecorta como la suya. El contacto me quema, pero es un calor que no me provoca miedo, sino todo lo contrario. Es… eléctrico—. Y pararemos cuando quieras parar y…
—No sé si quiero hacer esto. —Retuerzo mis manos. Mi pierna arde…
—¿No sabes si quieres? —habla muy despacio, como si pensara con detenimiento cada palabra que pronuncia—, ¿o te da miedo reconocer que algo dentro de ti sí quiere? Mi pierna junto a la tuya te ha endurecido los pezones, Manuela —su tono ronco se profundiza—, puedo verlos, tu camisón deja poco a la imaginación, y no voy a negarte que quiera tocarlos para comprobarlo. —Su respiración es pesada—. Y no te apartas de mí. El cuerpo siempre nos delata, es la mente la que nos confunde, y el alma, la que lucha para que escuchemos la verdad.
Contengo el aliento.
—No necesito estar con otro hombre a la vez que con mi novio para sentirme completa —lo digo con rencor, aunque lo haga en bajo—. Perdona, es que…
—No te disculpes —me corta—. Yo tampoco entiendo que Hugo quiera compartirte. —Suspira con fuerza—. Sei bellissima, Manuela… Y yo lo que no necesito es mirar tus ojos para saber que tu belleza es completa, no solo externa.
Suspiro con fuerza.
Ahora entiendo por qué alarga la ele al pronunciar mi nombre. Es italiano. Oh, Dios… Mi vientre acaba de contraerse.
—Eres moreno… —Casi lo digo en un gemido.
—No todos los italianos somos morenos. —Se ríe con ganas, haciendo que la cama vibre debajo de mí—. Pero conmigo acertaste.
—Lo lamento… —Me siento idiota—. Tienes que pensar que soy tonta.
—Nunca he pensado eso de ti. —Me retira el pelo hacia el lado contrario, rozando mi cuello, cayendo por mi pecho, sobresaltándome—. Perdóname tú a mí ahora, tenía que haberte avisado de que iba a tocarte.
Mi vientre se contrae de nuevo.
—No pasa nada. —Ni siquiera encuentro mi voz ahora mismo—. ¿Esto…? ¿Esto está bien para ti? ¿Lo has hecho alguna vez? —Mi corazón late tan rápido que se me va a salir del pecho—. Me sentiría mejor si tú tampoco…
—No lo he hecho nunca.
Suelto el aire que estaba reteniendo sin darme cuenta…
—Pero has aceptado. Hugo no me ha contado nada, solo que iba a ser esta noche y que no me preocupara porque tú me… —Carraspeo—. Me tratarías bien.
—No sabes quién soy y sé que eso te asusta —susurra de una manera tan íntima que parece acariciarme con su voz, a escasos centímetros de mi oído—. Pero soy un hombre de palabra y te prometo que no te haré daño, y que esto será como tú quieras que sea.
—¿Y si…? —Contengo el aliento otra vez—. ¿Y si no sé cómo quiero que sea?
Tarda en contestar, poniéndome más nerviosa a cada segundo de silencio que pasa.
—Tú también has aceptado, Manuela. —Sus nudillos acarician mi nuca hacia la mitad de mi espalda, hacia el borde del camisón—. ¿Hugo te ha obligado a que aceptes? Sé sincera. —Sube los nudillos hacia la nuca.
—No… —Me arqueo por las caricias.
—Has aceptado porque algo dentro de ti sí quiere esto.
Me retiro de su contacto, con el ceño fruncido. La seguridad en su afirmación me asusta y reacciono a la defensiva.
—Ya te he dicho que no necesito un segundo hombre en la cama para…
—No me refiero a eso —me corta otra vez, inclinándose hacia mi oído de nuevo. Su susurro es más… sensual cuando añade—: Has aceptado esto porque necesitas sentirte completa, plena, como prefieras llamarlo, pero no con dos hombres, sino con otro hombre, Manuela, otro que no es Hugo, ni ningún otro con el que hayas estado.
Jadeo, atónita.
—No me conoces para…
—Hace un momento me has dicho que te sientes más tranquila conmigo que con Hugo.
Suspiro, agachando la cabeza.
—Dime qué quieres hacer ahora mismo. Manuela… —jadea, con sus labios en mi hombro—, dime qué necesitas para terminar de decidirte.
—¿Podrías… —me lanzo de cabeza al precipicio— dejarme que te toque… antes de empezar todo esto?
—¿Dónde? —El susurro es más ronco.
—En la cara. No puedo verte, pero quiero…
—¿Quieres sentirme en tus manos?
Quiero… ¡Dios! Me tapo la cara. ¡¿Qué estoy haciendo?!
Él me toma de las manos, con mucha delicadeza y lleva mis manos a sus mejillas. Es alto.
—Tienes barba.
—¿Es un inconveniente? —Se ríe.
Me giro hacia su cuerpo, para tocarle con mayor comodidad, y mi pecho izquierdo choca con su brazo. Los dos tragamos saliva, le escucho, pero ninguno nos apartamos.
—Me gusta —susurro yo ahora, acariciando su barba por los dos extremos hasta alcanzar su boca entreabierta— tu barba. —Rozo sus labios con las yemas de los dedos. Suaves, ni gruesos ni finos, perfectos—. Y tu boca… —Mi voz es casi inexistente en este momento.
—La tuya también me gusta, Manuela.
Su voz acaba de provocarme un segundo espasmo en el vientre…
—Puedes… Puedes tocarme también… si quieres.
—Llevo tocándote desde hace un rato, pero es la primera vez que me das permiso, y no voy a desaprovechar una sola oportunidad contigo.
Entonces, me toma por la nuca con una mano, de un tirón me pega a su boca y se apodera de mis labios. Me quedo paralizada un instante, hasta que lo único que puedo respirar es su aroma.
Lo único que quiero respirar. A él.
Mis manos caen en sus hombros, anchos, duros, ardientes. Mis uñas se clavan en su piel, que arde, me quema. Mi cuerpo se arquea. Una de mis piernas sube a las suyas, necesito acercarme más, necesito pegarme más a él.
Y como si leyera mis pensamientos, o mi cuerpo, ese que siempre delata…, me atrae hacia el suyo con la otra mano en mi espalda hasta sentarme a horcajadas en su regazo como si yo no pesara nada, pero con un cuidado que me estremece, y lento, muy lento. Dios santo… Mi boca se abre sobre la suya sin poder frenarme y él introduce su lengua hasta encontrar la mía y fundirse en una sola. Sus brazos me estrechan contra su torso, a la vez que mis dedos se enredan entre los mechones de su pelo abundante y mis caderas se curvan hacia las suyas. Un largo gemido brota de mi garganta al sentir que no soy la única que está a punto de enloquecer.
Y, tan rápido como lo ha empezado, él termina el beso, dejándome jadeante.
—Lo siento —se disculpa en otro susurro, más ronco que nunca, jadeando igual que yo, con fuerza, sin contenerse, a trompicones—. No he podido resistirme.
Es un hombre que no desaprovecha una oportunidad… conmigo.
Hay algo en su voz que me dice que no lo siente en absoluto.
Hay algo en mi interior que se revoluciona al darme cuenta de lo mucho que me gusta que no lo sienta.
Pero me aparto, horrorizada por haber besado a otro hombre. Mi cuerpo hormiguea tanto que los remordimientos me devoran.
—¿Habéis empezado sin mí? —bromea Hugo, entrando en la habitación.
—Solo… solo… —balbuceo.
—Tranquila, cariño. —Se sienta a mi otro lado, poniendo una mano en mi muslo—. Os estaba viendo desde el pasillo.
Pero sus palabras no me tranquilizan.
—Hugo, no sé si… si esto es buena idea…
—¿Te ha gustado?
Trago saliva con esfuerzo.
—Dime la verdad —me pide—. ¿Te ha gustado que te besara? —Guía una de mis manos a su encendida entrepierna—. Porque a mí sí.
Frunzo el ceño, sintiéndome muy incómoda. No entiendo que le guste compartirme. Pero lo que menos entiendo es que yo lo haya aceptado. Yo. La primera de la clase que se sienta en la última silla, la que vive entre telas y con un lapicero sujetando sus cabellos, la que usa gafas de pasta, la que no va a las discotecas, la que perdió la virginidad hace tres años, y tengo treinta y uno, la que se esconde en ropa negra para pasar desapercibida.
Yo. La que, sin darse cuenta, mueve la mano libre hasta posarla en la pierna del desconocido, que, enseguida, la entrelaza con una de las suyas.
Expulso el aire que estaba reteniendo, con fuerza. No sé por qué lo hago… Estoy buscando la protección de otro hombre que no es mi novio, de alguien a quien ni siquiera he visto la cara. De alguien que con solo un beso de apenas unos segundos me ha hecho sentir más que ninguno que me hayan dado.
«¿No sabes si quieres?, ¿o lo que sucede es que te da miedo reconocer que algo dentro de ti sí quiere?».
—Cariño —me llama Hugo, soltando mi mano para deslizar los tirantes del camisón por mis hombros.
—Hugo, espera, no vayas tan rápido, por favor… —Le aprieto la mano al italiano, de manera inconsciente, que gruñe muy bajito, pero esta vez no son imaginaciones mías.
Le he oído.
Entonces, se coloca detrás de mí, pegando mi espalda a su torso, entrelaza sus manos con las mías, encima de mis muslos, y sus labios, húmedos y calientes, comienzan a acariciar mi cuello desde la clavícula hasta la oreja. Mi cabeza se gira por sí sola, mi boca se entreabre.
Él vuelve a gruñir, pero no como hacia Hugo…
Nuestras manos, guiadas por las suyas, se arrastran por mis piernas muy despacio, arriba y abajo, hasta que las suelta, pero no deja de tocar mi piel, erizándola, como lo están mis pechos, que Hugo ya ha descubierto, quedándose el camisón en mi cintura.
—Joder, qué cachondo estoy ahora mismo.
Aquellas palabras me ponen rígida y cubro mis pechos de manera inconsciente.
El italiano gruñe otra vez, deteniendo sus caricias.
—Acordamos que solo mirarías, Hugo, fue idea tuya.
—Vale. —Se ríe, alejándose de mí—. Vosotros seguid.
Tiemblo, por lo que estoy a punto de hacer…
1
A un clic de ti de Sofía Ortega Medina
Dos meses después…
—Solo explícame una vez más por qué estoy aquí —se queja mi hermano, repantigado en el sillón del avión, en pleno vuelo hacia Madrid, queda poco para iniciar el descenso.
—Maurizio… —le regaña mi padre, sin apartar sus ojos oscuros del periódico que está leyendo—. ¿Qué es lo que no entiendes de formar parte de la junta directiva de HB, hijo? —Baja un poco el periódico para mirarle a través de sus gafas de lectura que usa desde hace un par de años—. Tienes treinta y cinco años, ¿en algún momento vas a madurar?
—Para eso ya está él —me da una patada en la pierna, sonriendo con su habitual picardía—, ¿a que sí, fratellino? —canturrea el apodo, como siempre—. Tendremos que diferenciarnos en algo, papà, no solo en el color de los ojos.
Me contengo para no soltar una maldición. Fratellino… No soporto que me llame así y, aunque tengamos la misma edad, técnicamente, soy unos minutos mayor que él.
—Os diferenciáis en muchas más cosas —refunfuña mi padre—. Y por eso Francesco me sucederá a partir de hoy. Podíais haberlo hecho los dos, pero…
Maurizio cierra los ojos, se coloca los auriculares inalámbricos en las orejas y desconecta del sermón que hasta a mí me cansa. Yo miro el exterior a través de la ventanilla, a mi derecha, desconectando también, aunque lo hago con un pellizco en el pecho.
Piero Bianco es un hombre muy trabajador, muy listo y a sus casi setenta años continúa levantando pasiones entre las mujeres, sin importar la edad que tengan; es atractivo, de tez bronceada, pelo abundante de color gris, con pequeñas entradas, y se mantiene en forma. Todo eso está genial, pero tiene la fea costumbre de comparar a sus dos hijos, halagando sin cesar a uno y tratando al otro como si siguiera siendo un niño caprichoso que no crece.
—¿Me estás escuchando tú al menos, Francesco? —me pregunta, en un gruñido por lo mal que le sienta la actitud de mi hermano.
Giro el rostro en su dirección y asiento, con una sonrisa que no alcanza mis ojos. Odio esta situación, es incómoda, no me gusta que le trate así, es que ni siquiera le da una oportunidad, directamente da por hecho que Maurizio necesita una niñera, y que esa niñera soy yo. Sin embargo, eso se acaba hoy. Comienzo en la sede de Madrid como director general, reemplazando a mi padre en el puesto que ha ejercido desde que mi abuelo se jubiló. Continuará en la junta directiva, pero ahora seré yo el que más poder de decisión tendré, y no me hace sentir nada bien estar por encima de mi hermano, con el que he trabajado en la sede de Florencia desde hace más de diez años.
Maurizio no es ningún niño, sabe lo que hace, es muy astuto, observador y tiene unas ideas innovadoras muy buenas, pero, aunque no dijo nada cuando nuestro padre anunció que se retiraba, sé que le dolió que fuera yo, sin él, quien le sucediera. No necesito mirar sus ojos azules para confirmarlo. Somos gemelos, sentimos cuándo el otro no está bien, es algo que no podemos explicar, pero así es.
—Dime, papà.
—La señorita Rivera nos espera en la sede —añade—, le dije que no hacía falta que se acercara a buscarnos al aeropuerto, aunque insistió, siempre lo hace.
Ahora sí muestro mis dientes al sonreír, pero agachando un poco la cabeza para que mi padre no se dé cuenta. Nunca la ha llamado por su nombre, ni siquiera entre nosotros, y eso que es como una hija para él y para mi madre, la adoran. Es su asistente personal, es decir, la mía a partir de hoy. Lleva en la empresa desde que terminó Turismo, desde hace diez años.
El avión privado aterriza sin contratiempos en el aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas, a las ocho y media de la mañana de un frío y encapotado lunes de mediados de octubre. Nos esperan dos coches negros con chófer en la pista, en uno se monta mi hermano, y en el otro, mi padre y yo.
La sede madrileña de la cadena HB, Hoteles Bianco, está en el barrio de Salamanca, ocupa un edificio completo, antiguo y blanco, en la calle Alfonso XII, entre la plaza de la Independencia y el paseo de la Infanta Isabel, frente a El Retiro. Me conozco Madrid de memoria, no me disgusta, pero prefiero mi amada Florencia. A Maurizio, en cambio, sí le encanta la capital española y suele pasar muchos fines de semana al año.
Haciendo esquina, cruzando un pequeño paso de peatones que inicia la calle perpendicular, se encuentra nuestro hotel. Solo tenemos uno en cada ciudad y todos guardan el encanto de la misma, edificios que por fuera no hemos restaurado y que por dentro no son modernos, sino que se trata de un lujo hogareño, igual que las oficinas.
Traspasamos la puerta giratoria que conduce al amplio y luminoso vestíbulo de las oficinas de HB, de mármol blanco. Dos guardias de seguridad inclinan sus cabezas hacia nosotros, gesto que correspondemos. En el centro, justo debajo de la gran cúpula del edificio, hay una recepción, donde trabajan dos chicas rubias, vestidas con camisa blanca, un traje de chaqueta gris claro y zapatos de tacón bajo a juego. Una tercera chica, morena, delante de la mesa, de pie, espera con las manos entrelazadas.
—¡Señorita Rivera! —exclama mi padre, adelantándose para tomar de una mano a la última chica, que le dedica una dulce sonrisa.
—Bienvenido de nuevo, señor Bianco. —Su sonrisa es sincera y cariñosa.
—Le he dicho mil veces que me llame Piero. —Le da un apretón.
—Y yo, que me llame Manuela. —Se ríen, ella lo hace con una delicadeza que me hace tragar saliva.
—Por fin va a conocer a mis hijos. —Se gira hacia nosotros y va a agarrarme del brazo, pero Maurizio avanza hacia ella el primero.
È un vero piacere, signorina Rivera[1]. —La aparta de nuestro padre para besarle el dorso de la mano, desplegando todo su encanto de mujeriego.
Entonces, Manuela arruga la nariz, abre los ojos sobremanera hacia él y sus mejillas pierden el color, tanto que frunzo el ceño, preocupado. Camino decidido hacia ella. Antes de que caiga al suelo, la tengo entre mis brazos.
Mio Dio… —murmura mi hermano, espantado—. Jamás una mujer había reaccionado así ante mí. —Se frota el cuello como si le hubieran asfixiado.
Suelto un gruñido y me encamino hacia los sofás que hay a la izquierda, donde la deposito con cuidado, sin soltarla, arrodillándome. Mi padre ya está llamando a una ambulancia, pero le indico que cuelgue el teléfono, no hace falta. Se ha desmayado por la impresión. Lo sé. Les digo a las chicas de la recepción que vayan a por alcohol para despertarla y un vaso de agua.
—Manuela —le susurro, con un brazo debajo de su nuca y moviendo el bote de alcohol abierto en su nariz. La arruga ligeramente—. Vamos, piccola, déjame ver esos ojos verdes.
Murmura algo sobre un italiano moreno, intentando alzar los párpados. Le retiro el alcohol cuando sus ojos claros enfocan los míos a través de sus gafas de pasta negras. Vuelve a arrugar la nariz y a abrir los ojos en exceso, el momento para levantarme.
—Soy Francesco Bianco, señorita Rivera. Él es mi hermano Maurizio, a quien acaba de conocer. —Ya no susurro, pero le hablo con suavidad—. Se ha desmayado, ¿cómo se encuentra? —Meto las manos en los bolsillos del pantalón y las aprieto, intentando desvanecer mi repentina tensión.
Una de las chicas le entrega el vaso de agua.
—Gracias. —Bebe a sorbitos y respira hondo. Sus uñas están pintadas de color violeta—. Estoy bien, no sé qué…
Pero no continúa hablando porque Maurizio, pálido todavía, se acerca a ella.
—Discúlpeme si la he incomodado.
—No, no… —Se pone en pie, muerta de vergüenza y deseando huir de él.
Aprieto mis manos de nuevo. La situación es surrealista para casi todos.
—¿Seguro que está bien, hija? —se interesa mi padre, muy afectado—. Lleva unas semanas con mucho estrés, estos dos meses han sido caóticos y la he presionado mucho. Será mejor que se vaya a casa y se tome unos días libres.
—De ninguna manera, señor Bianco. La junta directiva ya les está esperando. ¿Me acompañan? —Le entrega el vaso vacío a la recepcionista y se gira para encaminarse a los ascensores, al fondo, seguida de nosotros tres.
Me resulta cautivadora la sencilla elegancia de Manuela Rivera, en especial el movimiento de sus caderas al andar, más anchas que el resto de su cuerpo.
Discretamente, se estira la chaqueta negra con cierto nerviosismo. Es corta, con un volante abajo, el cuello rígido y abierta, sin botones, dejando entrever la blusa del mismo color, de satén muy fino con topos negros de terciopelo, los vi antes; lo acompaña con una falda de tubo con una abertura en la parte de atrás, negra también, como los zapatos, de un tacón muy alto y fino que cubre sus pies, y de una suela roja muy famosa. Hasta el lápiz que sujeta sus oscuros cabellos en un moño bajo a modo de flor, sin un solo mechón fuera de su sitio, parece estar hecho solo para ella. Tremendamente femenina. La ropa es a medida y exclusiva, ¿de su madre, la gran diseñadora de moda Lena Suárez?
No me hace ninguna gracia que Maurizio haya desplegado su encanto, va a ser mi asistente personal, lo ha sido para mi padre los últimos diez años, no es una simple empleada y está más que cualificada para el puesto. No quiero líos, que a mi hermano cuando le llama la atención una mujer no hay quien le pare hasta que termina en sus sábanas, pero reconozco que no me extraña, es una mujer muy atractiva. Solo espero que el susto que mi hermano se ha llevado le dure hasta regresar a Florencia esta misma noche y no se le ocurra pisar esta sede, porque a Madrid viene mucho.
El ascensor se detiene en la última planta, donde están el archivo, el despacho de Manuela Rivera y el de su secretaria; al otro lado de la barandilla de cristal por la que se ve el resto de los pisos del edificio —todos diáfanos, sin puertas, menos este—, se sitúa la sala de juntas y el despacho de mi padre.
La reunión dura menos de una hora. Firmo los papeles pertinentes, convirtiéndome en el nuevo director general de la cadena HB, y brindamos con champán entre todos.
Maurizio me acompaña a mi despacho. Yo sonrío con discreción, pero él frunce el ceño.
—¿Este es el despacho di papà?
—Lo cambié —le contesta Manuela. Sus mejillas están sonrosadas, se mantiene junto a la puerta abierta, con las manos entrelazadas en el regazo, y parece esforzarse en no apartar la mirada de la mía—. Le pedí a su padre que me mandara una foto de su despacho de Florencia e intenté hacerlo igual para que se encuentre lo más cómodo posible, señor Bianco.
—¡Es verdad! —exclama mi hermano, girando sobre sus pies.
Mi padre siente predilección por los tonos naturales, yo soy más de oscuros, grises casi negros, en realidad, como lo son todos mis trajes y los de Maurizio, nos hacemos la ropa a medida en el mismo sastre y tenemos gustos casi idénticos.
—El bonsái es… —Carraspea ella, señalando la planta que hay en una esquina del escritorio, el cual se sitúa frente a la puerta, delante del ventanal que ofrece las vistas a El Retiro—. Es mi regalo de bienvenida. Yo lo cuidaré, no se preocupe, aunque si no le gusta, solo dígamelo y me lo llevaré. —Se ajusta las gafas, empujándolas por encima de la nariz, pero estas descienden de nuevo a donde estaban, sus largas pestañas rozan la montura al parpadear.
—Gracias, señorita Rivera, no hará falta que se lleve el bonsái.
Asiente, tragando saliva.
—¿Prefiere conocer a los empleados ahora? —me sugiere.
—Buena idea —comenta mi hermano—. Yo me voy a ver a Hugo, ¿puede decirme dónde está su despacho, señorita Rivera? Me refiero a Hugo Fernández, el…
—… director de marketing —termina por él en una exhalación ahogada.
La respiración de ella se ha alterado, sus pechos estiran la blusa y la chaqueta con rapidez. Mi hermano retrocede un par de pasos y me mira, muerto de miedo. Yo no sé cómo logro contener las carcajadas.
—Planta quinta. —Apenas la oímos—. Enseguida vuelvo, señor Bianco —añade hacia mí antes de salir corriendo.
Il papà habla maravillas de ella —dice Maurizio—, pero no sé yo si esta ragazza está muy cuerda. No es normal su actitud conmigo. —Menea la cabeza, me hace un gesto de despedida y se marcha en busca de su amigo Hugo.
Me siento detrás del escritorio y enciendo el ordenador. Lo primero que hago es comprobar los e-mails.
Cinco minutos después, Manuela toca la puerta abierta con los nudillos. Alzo mi mirada y descubro que sus mejillas ya no están coloradas, que respira con normalidad y que porta una tablet y un bolígrafo táctil en las manos.
—Cuando quiera le enseño las oficinas y le presento a los empleados.
Asiento. Me levanto. Me abrocho la chaqueta y le indico con la mano que me preceda.
Terminamos el recorrido y las presentaciones una hora más tarde. El edificio cuenta con doce plantas y con más de cien empleados. A quien no hemos visto ha sido a Hugo, de hecho, la zona de marketing no la hemos pisado.
De nuevo en mi despacho, la señorita Rivera se ofrece a traerme un café.
—¿Cómo lo desea, señor Bianco?
—No se moleste —le respondo, quitándome la chaqueta para colgarla en el respaldo de mi gran silla de piel—. Cuando me apetezca uno, iré yo a por él.
—Es parte de mi trabajo. —Frunce el ceño, confusa.
—Era parte de su trabajo cuando mi padre era su jefe, pero ya no.
—¿Qué quiere decir? —Avanza despacio hacia mí, hasta que el escritorio es lo único que nos separa.
Tecleo en el ordenador unos segundos con rapidez, inclinado, sin sentarme.
—Le acabo de enviar por correo electrónico su nuevo contrato, señorita Rivera. Discúlpeme, debí haberlo hecho antes.
—¿Nuevo… contrato?
—Con sus nuevas funciones. Léalo tranquilamente y, si tiene dudas, pregúnteme. No cierre al salir, por favor, me gusta trabajar con la puerta abierta.
Hasta que no sale de la estancia, muy nerviosa por el nuevo rumbo en su carrera profesional, no me siento. Ni se da cuenta de que mi hermano se la está comiendo con los ojos.
Maurizio entra nada más marcharse ella, y lo hace relamiéndose los labios. Se acomoda en el sofá alargado de cuero que hay a mi izquierda, con los brazos desplegados en el respaldo, a sus anchas.
—No —zanjo, mirándole, sabiendo lo que está pensando.
Él se echa a reír.
—Resulta que era su novia.
Me mantengo en silencio, muy serio.
—La señorita Rivera era la novia de Hugo —me aclara—. Lo dejaron hace dos meses.
—Es amigo tuyo, no me creo que nunca la hayas visto o te la haya mencionado. —Enarco una ceja—. Era la asistente personal di papà hasta hoy.
—Una vez —murmura, pensativo—, pero no había casi nada de luz, yo iba un poco borracho y no pude verle bien la cara. Y estamos hablando de Hugo, le gusta demasiado el sexo como para atarse a una sola mujer. Si papà se hubiera enterado de lo poco que la ha respetado a sus espaldas, le hubiera despedido.
Aprieto la mandíbula. No hace falta ser muy observador para darse cuenta del halo de inocencia que desprende Manuela Rivera.
—Ahora, la señorita Rivera trabaja para mí, Maurizio. Olvídate de ella.
—Me conoces, fratellino, olvidarme de una mujer tan bella no está en mi diccionario, pero no te preocupes, intentaré que tú no te enteres de nada. —Me guiña un ojo.
Eso es, precisamente, lo que me preocupa.
2
 
En cuanto cierro la puerta de mi pequeño despacho, corro hacia mi escritorio, al fondo, compruebo el e-mail y me descargo mi nuevo contrato. Lo leo atentamente.
Me llevo muy bien con Paola, la asistente personal de Piero en Florencia. Tiene cuatro años más que yo y está casada con un Bianco, un sobrino de Piero, que ocupa un alto cargo en la sede italiana. No nos conocemos en persona, pero hemos hablado tanto, por teléfono y por videollamada, que es como mi hermana mayor, no hay secretos entre nosotras y nos conocemos la vida de la otra al dedillo.
Desde que Piero me anunció su intención de jubilarse y ceder su puesto a uno de sus hijos, Paola me ha hablado mucho de los gemelos Bianco, de lo mujeriego y desenfadado que es Maurizio, y de lo serio y reservado que es Francesco. Puedo confirmarlo, aunque solo haya cruzado un par de frases con ellos.
Lo que jamás me imaginé fue reconocer el aroma de Maurizio… Lo único bueno es que él no parece haberme reconocido; mejor, la vergüenza me impediría mirarle, menos mal que mi nuevo jefe es su hermano, el único de los gemelos con quien voy a tratar.
O no, porque mi nuevo contrato tiene muy poco que ver con el anterior. A Piero, entre Paola y yo, le llevábamos la agenda personal, no solo la laboral; ninguna de las dos viajábamos con él y tampoco participábamos en las reuniones, solo las preparábamos y nos asegurábamos de que todo fuera correcto, en silencio, como si fuéramos sombras; y respetaba nuestro horario de trabajo, cuarenta horas semanales, con descanso los fines de semana.
Llamo a Paola desde el teléfono fijo de mi mesa, en la esquina derecha.
—Paola Ferrara al habla, asistente personal del señor Bianco, ¿en qué puedo ayudarle? —pronuncia en italiano.
—¿A ti también te ha mandado un nuevo contrato? —le respondo en mi idioma, en el que siempre hablábamos—. Somos sus asistentes personales.
—He recibido dos e-mails de Francesco: en uno de ellos me indica mis nuevas funciones, que, básicamente, son acatar tus órdenes, jefa. —Se ríe—. Pero, por lo que veo, no tienes ni idea.
—¿Cómo me has llamado?
—El otro e-mail lo hemos recibido todos los que trabajamos en HB, y, cuando digo todos, me refiero a todos: Nueva York, Madrid y Florencia. Nos ha comunicado que, a partir de ahora y como nuevo director general, cualquier cosa, por mínima que sea, debe pasar por ti antes que por él al haberte ascendido a asistente ejecutiva. —Se ríe otra vez ante mi mutismo—. ¡Por fin vamos a vernos las caras en persona, Manuela! Vas a viajar con él cada vez que necesite hacerlo, y Piero lo hacía mucho.
Suspiro, con el ceño fruncido.
—¿Por qué lo ha hecho?
—¿Ascenderte? Amore, la pregunta correcta sería por qué Piero no lo hizo nunca. —Su tono es tierno, demostrando lo mucho que me quiere—. Manuela, Piero te adora como si fueses su hija, lo sabes, pero te ha mantenido siempre en un rincón sin explotar tu potencial, y no me refiero solo a nivel profesional.
—He estado muy cómoda en ese rincón —murmuro, con pesar, recostándome en la silla de piel y cerrando los ojos—, con tiempo suficiente para mis diseños. Según mi nuevo contrato, tengo que estar disponible las veinticuatro horas del día, Pao. ¿Cuándo voy a dibujar y a coser?
—Te empeñas en ocultarte a ti misma, Manuela, te lo he dicho muchas veces, y nunca entenderé por qué. Francesco te ofrece lo que sabe que necesitas, y eso que no te conoce. —Y añade, en voz baja—: Parece que a otro italiano no le hace falta ver el color de tus ojos para saber justo lo que de verdad necesitas…
—¡Ay, Pao! —exclamo, incorporándome de un salto—. ¡Es él!
—¿Quién?
—¡El italiano es Maurizio! ¡Reconocí su colonia!
—Espera… ¿El italiano con el que te acostaste con Hugo mirando es… Maurizio Bianco?
—¡Sí! —Caigo en la silla, llevándome la mano a mi cara, me arden las mejillas otra vez—. Me he desmayado al darme cuenta… ¿Te lo puedes creer?
—¿Cómo?
Le cuento lo sucedido y se desternilla de risa.
—Lamento decirte que esta noche Maurizio vuelve a Florencia con su padre, pero viaja mucho a Madrid.
—Viaja por ocio. Nunca ha venido a las oficinas. —Voy a explotar por combustión. Comienzo a abanicarme la cara con unos papeles que cojo del escritorio—. Es la primera vez que le veo, Pao.
—Técnicamente, la segunda, aunque la primera fue con una cinta. —Noto cómo sonríe con picardía.
—No me hagas sentir peor, por favor… —gimoteo.
—Pues lamento decirte también que los gemelos Bianco están muy unidos, así que vas a ver a Maurizio muy a menudo a partir de ahora.
—Dios… —Suspiro con fuerza.
—¿Estás segura de que él no te ha reconocido?
—Totalmente, o es un gran actor.
—Entonces, no tienes de qué preocuparte.
—¿Y Hugo? Es su amigo. Soy la nueva asistente ejecutiva y trabajaré junto a Francesco, ¿crees que Maurizio hablará de mí con Hugo?
—Manuela, rompiste con él al día siguiente de haberte acostado con el italiano… Bueno, con Maurizio.
—Prefiero seguir llamándole «italiano».
—Vale. —Se ríe—. A ver, amore, ¿Hugo nunca te habló de que el hijo de Piero Bianco era amigo suyo?
—Hugo nunca me habló de casi nada.
—Y, aun así, estuviste tres años con él… —Suspira con dramatismo.
Hago una mueca, dándole la razón.
—Tampoco tuvo que hablarle de ti a Maurizio. Nunca se acuesta con nadie que trabaje en HB.
—Oye —frunzo el ceño—, ¿no te parece extraño que Francesco se haya instalado en la sede de Madrid? La principal es la de Florencia, es donde más tiempo pasaba Piero, y donde ha estado trabajando Francesco.
—En realidad, las tres sedes son igual de importantes, la única diferencia que tiene la de Florencia es que la familia Bianco es de aquí y fue aquí donde empezaron. Y tampoco me preocuparía por lo que dices. ¿Cuánto tiempo pasaba Piero al mes en Madrid?
—Dos semanas como mucho. Eso es lo que me temo…
—Siempre puedes decirle a Francesco que no quieres el ascenso, pero es una gran oportunidad para ti, y vuelvo a no referirme a nivel profesional, porque tu pasión, por mucho que estudiases Turismo, es la moda, igual que tu madre. Sin embargo, insisto en que es una gran oportunidad para ti porque necesitas salir de tu rincón.
Recuerdo, entonces, aquella noche de hace dos meses cuando me preguntaba sin cesar por qué había aceptado acostarme con un desconocido en presencia de mi novio. Y recuerdo también las palabras del italiano: «¿No sabes si quieres?, ¿o lo que sucede es que te da miedo reconocer que algo dentro de ti sí quiere?».
—Voy a hablar con él, luego te cuento por videollamada, comemos juntas, ¿no?
—A las dos y media estaré lista. Ciao, amore. —Colgamos.
Imprimo el contrato y me dirijo al despacho de Francesco, justo enfrente del mío, pero al otro lado. Le veo nada más salir al rellano, sentado, con la camisa blanca remangada en los antebrazos y la fina corbata, a juego con el traje, perfectamente anudada en el cuello. Está estudiando unos informes, con el portátil abierto a un lado. Tiene el ceño fruncido y una de sus manos acaricia su corta barba de manera distraída.
He visto a los gemelos Bianco en la tele y en Internet. No son guapos en el sentido clásico de la palabra, pero sí son muy atractivos, tanto que su mera presencia impone, y más si están los dos juntos en tu mismo campo de visión.
Puede que me desmayara al reconocer la colonia de Maurizio cuando se acercó a presentarse, pero me había fijado antes en Francesco al acceder a la recepción de HB Madrid. Fue instintivo, mis ojos se clavaron en él y, por un segundo, me quedé deslumbrada por la intensidad de su mirada. Los ojos de su hermano son de un azul claro que, en contraste con su piel bronceada, llaman la atención, pero a mí los que me impactaron fueron los de Francesco: oscuros, profundos, parecían guardar el mismo infierno en ellos… No me dieron miedo, lo que me dio miedo fue sentirlos como una tentación.
No me percato de que me he quedado parada, mirándole embobada, hasta que alza sus ojos y me pilla de pleno. Agacho la cabeza y camino rodeando la barandilla de cristal.
—¿Puedo hablar con usted un momento, señor Bianco? —le pregunto desde la puerta abierta.
—Por supuesto. —Suelta los papeles, se levanta y avanza hacia una de las dos sillas que flanquean su mesa. La retira y espera a que me siente.
Lo hago, con un ligero temblor ante tal caballerosidad, aunque no debería sorprenderme porque Piero Bianco es igual de galante, pero por él siento un cariño paternal, no este cosquilleo que me recorre la parte baja de la espalda ahora mismo. La camisa impoluta se amolda a su anatomía, multiplicándose su atractivo por mil. Es muy alto y ligeramente atlético, sin rayar un cuerpo de gimnasio, cosa que no me gusta nada.
Se acomoda de nuevo en su asiento y cruza las manos en el regazo.
—La escucho.
—¿Me ha ascendido?
—Sí. —No aparta su mirada de la mía—. A lo mejor, cuando llegue a los setenta años, le pediré que me traiga el café, pero hoy lo que necesito es a alguien que intervenga en los proyectos de HB, que tenga iniciativa, que conozca todos los entresijos de esta empresa, que me apoye, que se esfuerce conmigo y que luche por HB a mi lado, alguien de confianza, inteligente y con experiencia, alguien que sea mi mano derecha. —Se inclina, con los codos en el borde del escritorio—. Llevo escuchando a mi padre hablar de usted los últimos diez años, señorita Rivera, y no entiendo por qué nunca le dio el puesto que de verdad se merece, y ese puesto no es servir cafés al jefe o reservarle la cena de aniversario con su mujer.
—En mis competencias está también organizarle la agenda, señor Bianco.
—Mi agenda laboral —me corrige—. Soy muy escrupuloso con mi vida privada, y si en algún momento le pido que reserve en un restaurante para mi hermano y para mí, por ejemplo, lo haré porque usted también nos acompañará, es decir, porque será una reunión de trabajo. —Frunce el ceño—. No lo he especificado ahí, pero su sueldo, a partir de hoy, será el triple que ha recibido hasta ahora, y tendrá una comisión de regalo a principios de cada año.
—No hace falta, señor Bianco. No tengo quejas de mi sueldo. —Es una cifra muy alta, el triple me da hasta vergüenza imaginármela.
—Sí hace falta. —Su intensa mirada me seca la garganta—. Estará a mi disposición las veinticuatro horas del día los trescientos sesenta y cinco días del año. Tendrá vacaciones, como todos, pero si requiero de usted, según el nuevo contrato, no tendrá más remedio que hacer lo que yo le pida.
Trago saliva. ¿Y cuándo voy a dibujar y a coser?
—Los fines de semana no hará falta que venga a la oficina —añade, como si me hubiera leído el pensamiento—, pero si la llamo al móvil o le envío un e-mail
—… no tendré más remedio que hacer lo que me pida.
—En el momento en que se lo pido. —Se levanta, se gira hacia la ventana y contempla el parque El Retiro con las manos en los bolsillos del pantalón—. Tengo toda la intención de llevar más alto a HB. Y para que una gran empresa crezca, se necesita mucho esfuerzo y dedicación. —Vuelve el rostro hacia mí—. Si piensa que no puede con tanta responsabilidad, dígamelo con tranquilidad, no pasará nada si se niega, seguirá siendo asistente personal.
Tranquilidad es lo último que siento ahora mismo…
—Puede probar un mes —me sugiere, colocándose frente a mí y tendiéndome su pluma estilográfica.
Por Dios… Qué ojos tiene… Cualquiera se niega…
Firmo y extiende su mano derecha hacia mí. Trago saliva de nuevo. ¿Tenía que oler igual que su hermano?
Voy a estrechársela, pero él gira mi muñeca con suavidad y se lleva mi mano a sus labios, que besa en el dorso lentamente sin apartar sus ojos de los míos.
—Por mucho que sea mi igual, señorita Rivera —su voz ha adquirido un tono más profundo—, yo jamás le estrecharé la mano. A usted, no.
¿A mí, no? ¿Qué significa eso?
Hace tanto calor, de repente, que estoy a punto de derretirme. Como todos los italianos sean así, no sobrevivo a mi nuevo jefe, no solo a su hermano gemelo…
∞∞∞
No soy capaz de concentrarme el resto de la mañana. Imposible. Y se me hace eterna. Me late el corazón más rápido de lo normal y sus ojos oscuros no abandonan mi mente.
A las dos en punto, me acerco otra vez a su despacho.
—Voy a salir a por comida, ¿le apetece que le traiga algo, señor Bianco?
—¿Ya son las dos? —Se frota la cara, espabilándose—. Gracias —se levanta y se coloca las mangas de la camisa—, pero he quedado para almorzar con mi padre y mi hermano. ¿Le apetece unirse a nosotros?
—¡No!
Sus manos se congelan al ir a coger la chaqueta ante mi exclamación.
—Me… me refiero a que ya he… ya he quedado —balbuceo, notando mis mejillas arder.
Ni loca paso tiempo con Maurizio, lo evitaré todo lo que pueda. Cada vez que recuerdo lo que pasó hace dos meses, mi cuerpo se estremece. Con lo tranquila que era mi vida hasta hace unas horas…
—Con Paola —adivina, ajustándose la chaqueta.
Entreabro la boca, sorprendida. ¿Cómo…?
—Lo sé casi todo sobre usted, señorita Rivera. Y lo que no sé, terminaré sabiéndolo. —Pasa por mi lado, cortándome la respiración por culpa de su aroma, el mismo que el de Maurizio—. Para después de comer, necesito los últimos informes del HB de Barcelona, quiero empezar a hacer unos pequeños cambios.
Asiento, incapaz de hablar.
—Dele un beso a mi prima de mi parte. —Y se marcha.
Menudo día…
Acabo agotada, física y emocionalmente.
Entro en mi casa pasadas las diez de la noche. Vivo en el ático de un edificio de cinco plantas, al otro lado de El Retiro. Siempre lo cruzo paseando para ir a trabajar o volver a mi apartamento, pero hoy, por primera vez, estoy tan cansada que he llamado a un taxi.
Me quito los tacones mientras suelto el bolso pequeño de mano en la mesita circular que hay junto a la puerta, de madera y estilo vintage, en un tono verde claro y rasgado, precioso, a juego con el resto de la vivienda. Camino hacia la cocina, la puerta de la derecha, y me sirvo una copa de vino rosado espumoso que saco de la nevera. Lo saboreo, con los ojos cerrados. Hasta gimo por el placer que siento en este instante: sola, por fin en casa tras una larguísima jornada laboral.
Cuando estoy metida en la bañera llena de espuma, cotilleo Instagram en busca de los gemelos Bianco. Tienen una cuenta cada uno, la de Maurizio es pública y le siguen más de diez millones de seguidores; la de su hermano es privada, con solo dos mil seguidores. No obstante, son famosos, y hay un sinfín de fotos de Francesco, solo o acompañado de su familia.
Me acosté con Maurizio, y creía, desde hace dos meses hasta hoy, que nunca sentiría nada igual con un hombre como con él, pero estaba equivocada, la intensa mirada de Francesco me ha confirmado que nunca se puede decir «nunca».
3
 
—Me ha llamado la señorita Fields —me comenta Manuela, sentada frente a mi escritorio, el viernes después de comer—, por la reunión de la semana que viene.
—Dígale que será por videoconferencia. No iremos todavía a Nueva York.
—¿Hay algún problema? —Frunce el ceño.
Levanto mis ojos de los papeles que tengo en las manos y los dirijo a los suyos, al responder:
—Iremos en diciembre.
Clic.
Su mirada centellea. Se esfuerza en no sonreír, pero fracasa. Un calor muy agradable se extiende por mi cuerpo ante su reacción.
Se pone seria de nuevo y se recoloca las gafas en la nariz, aunque estas, un instante después, vuelven a caer donde estaban. ¿Sabrá que, por más veces que lo haga, no sirve de nada? ¿Será por nervios hacia mí?
El teléfono fijo suena y ella descuelga, inclinándose sobre la mesa, tensándose la chaqueta negra que lleva. Todo negro. Todos los días. No ha repetido ropa aún, y sigue siendo exclusiva. Y sigue quedándole como un guante tremendamente femenino. Con lo serena y recatada que parece al mirarla a los ojos, unos ojos que intimidan de lo sinceros que son, y luego se viste marcando cada curva de su cuerpo, se pinta los labios de rojo y…
Me centro en los papeles.
Pero la señorita Rivera me distrae. Su voz. Es suave y delicada, nunca frágil.
Escribe en la tablet, anotando una cita para la semana que viene, y cuelga.
—Disculpen la interrupción —dice Luna, la secretaria de Manuela, una chica joven y alegre que aparece en el despacho. Viste con la clásica indumentaria que usan las mujeres aquí: traje de chaqueta y falda de tubo gris claro, tacones a juego y blusa blanca. Su pelo rubio está recogido en un moño bajo a modo de flor. Es alta, más que Manuela—. Ya está todo listo para la fiesta, pero te necesito un momento, Manuela.
Miro a mi asistente ejecutiva, interrogante.
—La fiesta de despedida de su padre, señor Bianco —me aclara enseguida con amabilidad.
Es verdad. Por primera vez, las tres sedes se reunirán al completo, en Florencia, para que mi padre se despida a lo grande.
—Mande un e-mail a todos los empleados para darles libre el lunes siguiente a la fiesta —le informo a Manuela.
Ella asiente y se marcha con Luna.
Mi móvil vibra en una esquina de la mesa. Descuelgo enseguida.
—Hola, papà.
¿Qué tal, hijo? ¿Cómo está yendo tu primera semana?
—Todo bien. —Me recuesto en la silla, cerrando los ojos.
Vaya paliza me estoy pegando, apenas duermo desde que llegué a Madrid, pero el trabajo es el trabajo, y acabar de suceder al gran Piero Bianco conlleva una presión que no puedo evitar, la presión que he sentido siempre, en realidad, no es algo nuevo, pero esto no es sacar la mejor nota en un examen…
Tengo toda la intención de organizar un tour por los hoteles que tenemos en España, antes de ir a Nueva York. Para entonces, quiero estar al día al cien por cien de todo lo que sucede en los HB españoles, desde el detalle más pequeño hasta el beneficio más importante.
Y será en noviembre, no antes, porque necesito que mi asistente ejecutiva se… familiarice conmigo. Es fácil tratar con Manuela Rivera. Es educada, amable, tranquila, resolutiva, rápida, espabilada y dice sí a todo, sin excepción. Todo eso está… bien, sin embargo, quiero más que eso. Sé que es más que esas cualidades, por eso la he ascendido, pero, después de cinco días, sigue preguntándome cómo deseo el café.
Tiempo. Solo necesito tiempo para que… despierte. Y ella también.
—¿Me estás escuchando? —gruñe mi padre, al otro lado de la línea.
Me aflojo un poco la corbata y respiro hondo.
Ni puta idea de lo que me está diciendo.
—Sí, papà, claro que te estoy escuchando.
—Pues dime de una vez si sabes dónde está tu hermano —me exige, enfadado—. Se ha tomado la tarde libre, ¿te lo puedes creer? ¡Es mi hijo! ¡Menudo mal ejemplo da actuando así! ¡Es que sabía que, en cuanto te fueras a España, Maurizio comenzaría a holgazanear!
—Tomarse un viernes por la tarde libre no es malo. —Me pellizco el puente de la nariz, armándome de paciencia—. Además…
Pero mi frase se queda en el aire porque el susodicho entra en mi despacho y camina hacia mí con una traviesa sonrisa que conozco demasiado bien.
—Además, ¿qué? —inquiere mi padre.
—Que no debes preocuparte. Está aquí conmigo, acaba de llegar. —Me pongo en pie—. Le pedí que viniera este fin de semana para…
Mi hermano niega con la cabeza y hace un gesto simbolizando «más» que el fin de semana.
Carraspeo para ocultar un gruñido.
—Para revisar unos papeles con él —le comunico a mi padre—. Tengo que dejarte, tenemos mucho que hacer.
—Vale —acepta a regañadientes, se fía de mí.
Nos despedimos y cuelgo. Suelto el móvil en la mesa, coloco mis manos en las caderas, encima del fino cinturón de piel del pantalón del traje, y enarco una ceja.
—Vas a ir al infierno por mentir al papà, fratellino —bromea Maurizio, estallando en carcajadas.
—¿Qué haces aquí?
—Ya lo sabes. —Gira medio cuerpo para observar la puerta cerrada del despacho de Manuela.
—¿En serio? —Aprieto la mandíbula.
—Se desmayó al conocerme, eso dice mucho de la impresión tan buena que le causé. —Se relame los labios—. Y no puedes negar lo hermosa que es y lo buena que está. Mio Dio…, menudas curvas tiene…
—Te cagaste de miedo por su desmayo. —Bufo, cruzándome de brazos.
Mueve la mano, restando importancia.
Ella, al otro lado de la planta, sale de su despacho con la tablet en la mano y el bolígrafo táctil en la otra. Se dirige hacia nosotros.
—Señor Bianco, disculpe, necesito que firme… —Y ahoga una exclamación, empalideciendo de golpe.
Cazzo
—Es un placer volver a verla, señorita Rivera —comenta Maurizio, acercándose a ella, con una seductora sonrisa.
—Señor Bianco, yo… —Traga saliva con esfuerzo, inhalando aire con dificultad, la chaqueta se le tensa en el pecho a golpecitos rápidos—. No sabía que… que usted… que…
—Llámeme Maurizio, por favor. «Señor Bianco» son mi padre y mi hermano. —Me guiña un ojo, a lo que yo me muerdo la lengua para no soltar una maldición—. Vamos a vernos bastante a menudo a partir de ahora.
Durante dos segundos, los ojos de ella buscan los míos con desesperación. Tengo que obligarme a permanecer quieto.
—Voy a organizar un tour por los HB de España —le informo a Manuela, sin moverme de donde estoy, demasiado lejos de ella, parece que vaya a colapsar de un momento a otro—. Mi hermano es muy bueno para ciertos detalles. Nos echará una mano.
—Y a lo mejor os acompaño al tour.
Cazzo… —Ahora sí me muevo, con rapidez, y sostengo a la señorita Rivera antes de que su cabeza aterrice contra el suelo.
En esta ocasión, Maurizio no se asusta.
—Vaya reflejos, fratellino —me felicita, divertido.
Yo gruño, llevando a Manuela al sofá. La deposito con cuidado en él, colocándole un cojín debajo de la cabeza.
—Segunda vez que te ve y segunda vez que se desmaya… —Suspiro, negando con la cabeza.
Maurizio ya no sonríe, sino que me está escrutando, pero yo le ignoro, cierro los ojos un instante, mientras me aflojo más la corbata y me desabrocho dos botones de la camisa en el cuello. Observo a la señorita Rivera, con el rostro girado hacia mí, los labios entreabiertos y las gafas caídas de manera torcida en la punta de su nariz. Se las quito con mucha suavidad.
Clic.
—Vaya, vaya… —me dice mi hermano, en bajo, colocándose a mi lado—. ¿Por qué no me lo dijiste el otro día?
Se me entrecorta la respiración. Tiene razón. Tiene toda la razón del mundo, joder, pero Manuela… Es que Manuela no es cualquier persona. Tampoco lo es Maurizio, es que…
—Ya la conocías —adivina.
Asiento despacio.
—Pero ella cree que eras tú, no yo —le aclaro—, y, sinceramente, no sé por qué, pero así lo cree.
Tiene la mirada entornada, confuso por mis palabras.
—Rosie Caruso —suelto, con el estómago cerrado en un puño de nervios por su reacción.
Durante unos segundos intenta recordar quién es Rosie Caruso, hasta que se tapa la boca para no despertar a Manuela con sus carcajadas.
—Espero que, al menos esta vez, no fueras tan malo en la cama.
Y por eso no se lo había contado.
Le agarro del brazo y le saco del despacho. Inhalo una gran bocanada de aire.
—Voy a llamar al piloto para avisarle de que vuelvo mañana a Florencia —me comunica, entre risas—, y si no le digo que nos vamos ya es porque esta noche tú y yo cenamos juntos para que me lo cuentes todo, y con todo me refiero a los detalles más jugosos. —Me guiña un ojo—. Me lo debes. Primera y última vez que hay un secreto entre tú y yo, fratellino.
—No te vas a ir mañana. —Desvío los ojos hacia Manuela.
—Hace un momento no me querías aquí. —Sonríe abiertamente.
—He cambiado de opinión —añado—. ¿Hay algún problema en que te quedes hasta que ella y yo hagamos el tour? Será un par de semanas, quizás menos.
—Puedo trabajar desde cualquier parte, ya me conoces. —Se encoge de hombros.
Sonrío, orgulloso de él. Qué pena que en personalidad no nos parezcamos en nada, mi vida sería más sencilla si yo fuera tan valiente y seguro como mi hermano. Qué pena también que mi padre no sea capaz de mirarle con mis ojos, sería todo tan fácil…
Manuela, entonces, comienza a moverse.
—Voy a ver a Hugo —anuncia Maurizio—. Nos vemos ahora en un rato.
Asiento y se marcha. Yo me dirijo a la pequeña nevera que hay detrás del sofá y saco una botella de agua fresca. Cuando me sitúo frente a la señorita Rivera, ella ya parpadea, enfocando la visión.
—¿Se encuentra bien? —me intereso, serio, ofreciéndole el agua.
—He vuelto a desmayarme… —se lamenta, incorporándose despacio hasta sentarse.
Yo me acomodo a su lado, con distancia suficiente entre ambos.
No le tiendo las gafas aún. Le sientan genial, pero sin ellas, sus ojos verdes son mucho más hermosos.
—Tenemos que hablar, señorita Rivera.
—Va a despedirme… —No oculta la angustia en su mirada, jamás esconde ningún sentimiento que cruza sus ojos—. Lo… lo siento, señor Bianco… Yo no…
—No voy a despedirla. —La ternura me invade y no puedo evitar sonreír—. ¿Qué tal si me cuenta por qué reacciona así frente a mi hermano?
Contiene el aliento.
—Ya le conocía —afirmo, para ayudarla.
Asiente con rapidez.
—Pero él no me reconoce. Y mejor —añade, antes de beber un largo trago de agua—. Fue en una… —Sus mejillas arden en exceso—. Fue en una situación… única.
Me trago la carcajada que me sobreviene. Única. Sin duda.
—Y se desmaya porque… ¿quiere que la reconozca?
—¡No! —Agita el agua y me salpica—. ¡Ay, madre! ¡Perdóneme, por favor! —Se inclina y posa una mano en mi pecho para intentar secar mi camisa.
Los dos contenemos ahora el aliento. Nuestros ojos se encuentran. Su rostro adquiere un tono rosado más intenso y sus ojos brillan. A mí se me seca la garganta y las manos me hormiguean.
—Usan la misma colonia… —susurra, con la respiración alterada.
—¿Cómo? —Arrugo la frente.
—Usted y su hermano. Huelen igual.
Por eso cree que era él y no yo… Maurizio se acercó primero a ella el otro día cuando se presentó.
—Perdone… —murmura, apartándose de mí.
—¿Entonces? —la insto a que se explique, ignorando el frío que me invade ante la falta de su contacto—. Señorita Rivera, sé que me conoce poco, pero puede confiar en mí. —Aprieta la botella, muy nerviosa—. Vale. Voy a probar yo: mi hermano y usted tuvieron… algo, y como ese algo fue… único, le causa demasiada impresión cada vez que coincide con él. ¿Y si habla con él para dejarlo… todo atrás y empezar de cero?
Me pellizco el puente de la nariz, queriendo maldecirme por lo idiota que acabo de parecer, pero es que la situación es…
Única.
—Verá, señor Bianco, es que como la situación fue… Digamos que nunca he hecho lo que hice con su hermano y…, bu… bueno, pues… —balbucea, cruzando las piernas a la altura de los tobillos una y otra y otra vez—. Por favor… —Se lleva la mano a la frente—. No vaya a pensar cosas raras de mí, yo no…
Sin pensarlo, le pongo una mano en la rodilla para que se tranquilice, pero el contacto nos provoca a los dos una corriente que nos hace dar un respingo.
—Lo siento —me disculpo, con el ceño fruncido—, no debí tocarla sin haberla avisado.
Entreabre los labios, de pronto, sorprendida.
Y se levanta. Por sus ojos cruzan miles de cosas que no logro descifrar. Me frustra.
Yo también me incorporo, mi educación actúa antes de que mi cerebro dicte las normas.
O es mi cuerpo el que la sigue como un imán.
—Le agradezco su intención —concluye, caminando hacia la puerta abierta del despacho—, y le pido perdón nuevamente por mi actitud con su hermano.
—¿Quiere que hable con él?
Niega con la cabeza.
—Prefiero olvidar lo que sucedió —pero lo dice con los ojos hacia un lado, no me mira directamente, a pesar de la repentina seguridad en su voz.
Y se marcha, dejándome solo.
Quiere olvidarlo, ¿porque de verdad quiere hacerlo, o porque le da miedo reconocer que repetiría lo que sucedió… con mi hermano?
4
 
—Ay, madre… Ay, madre… —No dejo de repetirlo, caminando sin rumbo por mi despacho, retorciéndome las manos, sudorosas y frías, por los nervios que me asaltan—. Ay, madre…
No puede ser…
¡Claro que sí!
Usan la misma colonia, ¿y también dicen frases parecidas? ¿Y actúan igual?
Hace dos meses, el italiano se disculpó por haberme tocado sin avisarme antes, no por haberme tocado en sí, igual que Francesco ahora…
Tiene que ser él. Estaba equivocada.
¡Ay, madre! ¡Fue él, no su hermano! ¡Me acosté con mi jefe!
Entonces, el aviso de que acabo de recibir un e-mail me sobresalta. Me acerco al ordenador y abro el correo: Francesco necesita unos documentos que están en el archivo.
Bien. Trabajar me ayudará a desconectar de la locura en la que parece que se ha convertido mi vida.
Me dirijo hacia el archivo, la estancia del fondo de la planta, pasados los ascensores, justo de donde sale Maurizio. Freno en seco al verle.
—Señorita Rivera, ¿se encuentra ya bien?
Me repasa de la cabeza a los pies, pero no me incomoda, más bien lo contrario. Este hombre, además de ser sexy y saber que lo es —su sonrisa de perdonavidas me confirma que así es y que está encantado con ello—, también sabe cómo hacer sentir hermosa a una mujer. Y ahora que sé que fue Francesco con quien… tuve «una situación única», estar con Maurizio ya no me supone ninguna bajada de tensión hasta el desmayo. Hasta sonrío. Es refrescante. Acabo de quitarme un buen peso de encima. Cuando se lo cuente a Paola…
—Sí, señor Bianco, lamento lo ocurrido… por segunda vez.
—Maurizio —me corrige.
Pero yo niego con la cabeza.
—Es mi jefe.
—Técnicamente, su jefe es mi hermano, no yo. —Se estira el cuello abierto de su camisa negra con la mano libre; de su otro brazo, flexionado, cuelga la chaqueta de su traje.
—Pero no puedo…
—Pues tendrá que aprender a tratarme por mi nombre. —Me guiña un ojo y me rodea para seguir su camino, pero se detiene para añadir en voz baja—: Vamos a estar un tiempo trabajando juntos, cuanto más cómodos estemos, mejor, ¿no cree, Manuela?
Alarga la ele de mi nombre y, por un instante, mis ojos se cierran.
—Maurizio —le llama su hermano, con autoridad, haciendo que yo dé un respingo.
Me fijo en la intensa mirada de Francesco, ocupando todo el marco de la puerta de su despacho, y la oscuridad que parece envolverle en este preciso momento. Una mirada clavada solo en mí…
¡Casi corro hacia el archivo! Abro y cierro tras de mí, respirando con mucha dificultad. Cuando logro calmarme, gracias al frío de esta habitación, pues aquí no hay calefacción, enciendo la luz: cuatro solitarias bombillas que cuelgan del techo, una en cada pasillo de estanterías de metal repletas de cajas, archivadores y gruesas carpetas.
Me ha pedido los documentos de la última reforma que hemos hecho en el HB de Barcelona. Cruzo el pasillo que tengo enfrente, el primero desde la derecha, y, al fondo, giro a la izquierda hasta el final. La luz es escasa, menos mal que llevo mis… Un momento. Me toco la cara, ¿dónde están mis gafas?
Y, de repente, alguien me tapa los ojos.
Me paralizo, ni siquiera se me ocurre gritar, y tampoco podría hacerlo porque, enseguida, una mano grande cubre mis labios con suavidad, aunque con firmeza. Un cuerpo ancho y fuerte se pega lentamente al mío. Un aliento muy cálido acaricia el filo de mi oreja antes de que un susurro ronco, masculino y seguro rompa el silencio:
—Por fin volvemos a encontrarnos, Manuela…
Ay, madre…
Alarga la ele de mi nombre, pero es distinto a como lo ha pronunciado Maurizio. Mi nombre en la boca de Francesco es… fascinante… Se me desboca el corazón. Mi piel se eriza por completo. Las piernas amenazan con no sostenerme.
Escucho cómo se le entrecorta la respiración.
—Ya sabes quién soy.
Asiento de forma rápida.
—Voy a soltarte, pero seguirás con los ojos tapados, ¿vale?
Quiero decirle que no hace falta, pero, quizás, solo quizás, mantener mis ojos tapados me hace regresar a esas horas de mi vida en las que me sentí completa por primera y única vez. Completa, hermosa, cuidada, venerada… Una verdadera mujer.
Así que no le contradigo, asiento otra vez.
Me hace un nudo detrás de la cabeza con la cinta con la que me tapa los ojos. Entonces, inhala aire sobre mi cuello, que ladeo de manera inconsciente y un gemido se me escapa sin poder evitarlo.
—No he dejado de pensar en ti en estos dos meses, Manuela. Y estaba deseando volver a verte, pero creí que no me reconocerías, y resulta que tú crees que soy yo quien no te reconoce…
Su voz es ronca, pesada, le cuesta hablar, está tan alterado como yo, y eso me pone todavía más nerviosa. Me gira despacio entre sus brazos, por la cintura, y me apoya contra una estantería, con cuidado.
Su olor… Ese matiz marino y amaderado me vuelve loca. Qué bien huele…
—Yo tampoco he dejado de pensar en ti —le confieso, en un tono muy bajo, apenas puedo alzar la voz—. Sobre todo, desde el lunes… Hueles… —Mi cabeza cae en la estantería—. Hueles tan bien…
Sus dedos me quitan el lápiz que recoge mis cabellos y estos caen por mis hombros, deslizándose entre sus dedos. El modo en que los enreda entre mi pelo hace que levante las manos y le clave las uñas en los brazos, cubiertos por la camisa. Su fragancia masculina se intensifica el instante previo a que sus labios entreabiertos y húmedos rocen mi mandíbula hacia el cuello. No llega a besarme, no me toca directamente, pero está aquí, sobre mí, a apenas unos milímetros, y eso es suficiente para que mi vientre se contraiga en un doloroso espasmo que me obliga a clavarle las uñas con más fuerza.
—Rompiste con Hugo… ¿por lo que pasó? —quiere saber.
Respiro profundamente. Sin embargo, la neblina de deseo me impide serenarme.
—Sí… —Agacho la cabeza, pero él me levanta la barbilla con los nudillos, que, a continuación, me queman al trazar una línea imaginaria hacia mi escote—. No… no estaba enamorada de él. Tenías razón.
—¿En qué? —Sus manos se cuelan por dentro de mi chaqueta y resbalan por mi cintura, arrugándome la blusa.
—En que Hugo no era… En que mi relación con Hugo no era… suficiente para mí.
—En que Hugo no era lo que necesitabas. —Su aliento acaricia la porción de piel detrás de mi oreja.
Gimo de nuevo, comienzo a derretirme.
—Tú sí lo fuiste esa noche.
Se detiene. Yo dejo de respirar por haber hablado de más.
—Perdona, no he querido decir que…
Posa un dedo sobre mis labios para callarme.
—Nunca te arrepientas de lo que dices sin pensar —me susurra al oído—, es la verdad que merece la pena escuchar. —Sus nudillos queman mi mandíbula, hacia mi boca, tan lentamente que aprieto mis piernas para no caerme al suelo—. Manuela… —Su frente aterriza en la mía.
—Sí…
Entonces, jadea como si estuviera agonizando y se aparta. El frío de la sala se apodera de mí y rodeo mis brazos.
—Mi hermano me está esperando. —Me gira de nuevo para quedar de espaldas a él y deshace el nudo de mi cabeza—. Abre los ojos cuando escuches que salgo del archivo. —Respira con fuerza sobre mi pelo y se aleja por completo de mí.
Pero abro los ojos antes de que la puerta se cierre y veo una camisa blanca, que no negra, de espaldas a mí, salir de la sala.
Ay, Francesco…
Espera… «Y estaba deseando volver a verte, pero creí que no me reconocerías… y resulta que tú crees que soy yo quien no te reconoce…».
Cree que yo creo que es Maurizio… ¡Ay, madre! ¡En menudo lío me he metido! ¿Y ahora qué hago?
Tengo que hablar con él.
Busco la carpeta con los documentos que me pidió por e-mail y me encamino hacia su despacho, abierto, como siempre.
Los gemelos Bianco, uno frente al escritorio y el otro en el sofá, trabajan en silencio, concentrados en los papeles que tienen en las manos. Ambos alzan la vista cuando entro; los ojos azules de Maurizio brillan de manera traviesa.
—Le sienta bien el nuevo look —me dice, observando mi largo pelo suelto.
—Gracias —le contesto, con el corazón acelerado, pero con mi mirada puesta en la de su hermano.
Los oscuros ojos de Francesco también brillan, no obstante, lo hacen con esa intensidad que consigue aumentar mi ritmo cardiaco, y que todo a su alrededor se difumine porque no me importa nada más que él.
Y me doy cuenta de que por eso me mira de esa manera, tan intenso, desde el principio, porque Francesco es mi italiano. Él sí me reconoció.
Me acerco y le tiendo la carpeta. Su mesa es lo único que nos separa. Se levanta y la coge. Me fijo en la ligera arruga de su corbata. Entonces, ya no me va a hacer falta aclararle nada, al menos no con palabras… No retiro mi mano, sino que la abro y espero. Me entrega mis gafas. Me las pongo y vuelvo a extender mi mano hacia él. La intensidad de sus ojos me deslumbra antes de devolverme el lápiz que sujetaba mis cabellos.
No, ya no va a hacer falta aclarar con él nada con palabras.
O sí.
—No olvide dejarme la corbata para que la lleve a la tintorería, tiene una arruga, mejor que se encargue de ella un profesional.
—No es su cometido. —El brillo de su mirada es ahora… juguetón.
—Pero esto quiero hacerlo yo.
No sé cómo soy capaz de seguir hablando, y sin caerme al suelo, me tiembla tanto el cuerpo…
Francesco, demostrando un control envidiable, se quita la corbata, muy despacio, sin dejar de mirarnos a los ojos.
Sin dejar de comernos con los ojos…
—¿Qué coño… ha sido eso? —murmura Maurizio cuando salgo del despacho.
Regreso al mío, con su corbata en la mano, y cierro la puerta. Suelto el aire que estaba reteniendo…
Pero no es suficiente para calmarme. En mi mente hay un sinfín de telas negras que luchan por salir a la luz. Corro hacia la silla, saco mi cuaderno de bocetos del cajón de la derecha del escritorio y, con el lápiz, comienzo a trazar mi siguiente creación. Algo distinto. Por primera vez, quiero llamar la atención, pero la de mi italiano, el único que va a ver lo que ahora es un dibujo en un papel.
A las siete de la tarde, cuando Luna se despide de mí hasta el lunes y le deseo un buen fin de semana, me muerdo el labio inferior al admirar mis nuevos diseños.
A juego con la corbata de Francesco.
∞∞∞
Al día siguiente, el sábado, quedo con mi madre para comer en un restaurante bistró en la calle Velázquez. Es pequeño, acogedor y de estilo vintage. Me encuentro con ella allí.

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