La tristeza ajena de Pilar Mayo

La tristeza ajena de Pilar Mayo

A compartir, a compartir! Que me borran los posts!!

***SOLO HOY Y ahora supera mi beso de Megan Maxwell 

Regresa Megan Maxwell con una novela romántico-erótica tan ardiente que se derretirá en tus manos.

Sexo. Familia. Diversión. Locura.Vuelve a soñar con la nueva novela de la autora nacional más vendida...

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alicia aplauda asida en un boda que hace delgadas. a sus cuarenta y dos años, y con dos hijos que ya no la consumen como antiguamente, su mañana a alba le repercute pelmazo. una gritada de su creador, significándole que su señora se cesa, será el arroje para rehuir durante unas ciclos de su macho al que ya no ama.

de refrán al que fue su hogar, se reencontrará con su allegada, que la demanda más que de ningún modo para dejar atrás los traumas que la custodian desde la baba. además, necesitará que matar con su badén, una esposa disgustada y resentida con la vida que atesora un rincón a chismes, y a la que proporcionará ocupar y tolerar.

para eso precisará que hurgar en el estropeado, venciendo octogenarias acuchilladas, algunas de las cuales todavía no han pasado.

escoltada de una posteridad grande, en la que se zambulle es lo que siente, intentará preparar en instituto sus sentimientos y fijarle previsto a su vida.


A mis padres, por todo y por tanto.
A mi hijo, Daniel, por enseñarme lo que es el amor incondicional.
A la memoria de Mónica Canedo, porque sé que allá donde quiera que esté su alma estará bailando de alegría por mí.
1
—Alicia, tienes que venir, tu madre se muere.
Oigo el llanto de mi padre al otro lado del teléfono y me pregunto por qué derrama lágrimas por una mujer que no lo quiso nunca. Me dejo caer en el sofá y descubro que no siento pena por ella sino por él. Debería estar triste, pero no es así. ¿Eso me convierte en un monstruo? La vista se me va a una foto que descansa encima de la mesa, y la pena que debería sentir por mi madre la siento por las niñas que me devuelven la mirada desde detrás del cristal; unos ojos, demasiado tristes para lo poco que habían vivido, todavía parecen pedir socorro.
Enciendo el ordenador y compro un billete para mañana. Escribo a Sara para decirle la hora que llegaré y me contesta que allí estará. No le pregunto por nuestra madre ni ella me da ninguna información, como si volviera a casa de vacaciones, en vez de hacerlo porque la vida de la mujer que nos trajo al mundo se apaga.
Cuando llega Diego y ve la maleta encima de la cama se sorprende, hubiera dado lo que fuera por saber qué ha pensado; apuesto que una de las opciones que se le ha pasado por la cabeza es que lo nuestro se había terminado. Finiquitado. Muerto. Lo saco de su error y veo alivio en su rostro. El mismo que siento yo al alejarme por unos días de él. Ya no tenemos nada en común, nos hemos ido ahogando en un mar de reproches y de indiferencia y parecemos dos náufragos dando las últimas brazadas porque nos quedamos sin fuerzas, o quizá lo que no tenemos son ganas de seguir luchando.
Cenamos en silencio los dos solos, los niños llegarán tarde. De vez en cuando hace un comentario al que contesto sin ganas y él debe de pensar que estoy preocupada por lo de mi madre, así que no insiste. Recoge los platos mientras yo termino de hacer la maleta y cuando intento cerrarla veo que no puedo, he metido demasiadas cosas para el tiempo que pienso estar fuera. No sé lo grave que está mi madre, pero imagino que si mi padre me ha llamado es porque el final está cerca. Quizá el subconsciente me ha hecho llenarla como si lo que me gustaría hacer es irme para no volver. Enseguida pienso en mis hijos y sé que eso no es posible, aunque son mayores, no se merecen a una madre ausente.
Recuerdo el revuelo que se formó hace unos años en la escalera cuando Lola, la vecina del bajo, se largó de la noche a la mañana con un hombre del que se enamoró perdidamente. Las demás mujeres del bloque no le perdonaban que hubiera abandonado a sus hijos. Si no hubiera sido madre, fugarse por amor la hubiera convertido en una heroína; con hijos, en un monstruo.
No me gusta afirmar que nunca haría algo, porque no sabemos cómo vamos a actuar si el destino nos tiende una trampa. Sin embargo, sé con total seguridad que jamás podría dejar a los míos atrás, aunque quedarme implicará renunciar a ser feliz.
Espero a que lleguen para despedirme de ellos antes de meterme en la cama, aunque el vuelo sale muy temprano. Mucho mejor, de repente tengo prisa por alejarme de Diego aunque solo sea por unos días.
Cuando les explico el motivo de mi marcha no sienten pena por su abuela. Apenas han tenido trato con ella. Si de algo estoy orgullosa es de haber sido capaz de mantenerlos alejados de su lado. Me cuesta verbalizar las cosas por las que nos hizo pasar. Aunque a veces era una madre cariñosa, nos volvía medio locas porque nunca sabíamos cómo se iba a levantar.
Recuerdo que había tres clases de días a los que bautizamos como los buenos, los malos y los días desiertos. A estos últimos los llamábamos así después de haber visto una película con mi padre donde una familia se perdía en un desierto y, por más que caminaran, nunca llegaban a ningún sitio. Daban vueltas y más vueltas, desorientados, y solo encontraban arena que se les metía en los ojos y en la boca cuando se levantaba el viento. Esos días nos sentíamos así, como si camináramos hacia ningún sitio, perdidas, deseando que se hiciera de noche para meternos en la cama y rezar para que a la mañana siguiente hubieran desaparecido la arena y el sol que caía a plomo sobre nosotras y que, en nuestro caso, era un silencio que nos llenaba de miedo, como si fuéramos las protagonistas de esa película de la que ya no recuerdo el final.
Diego se ha ofrecido a acompañarme, le deben unos días en el trabajo, le he dicho que no y lo he hecho demasiado deprisa como si me hubiera propuesto algo horrible. No me ha pasado desapercibida su expresión de disgusto, sin embargo no he rectificado, necesito estar sola para tratar de ordenar mis sentimientos hacia él. No quiero convertirme en una estafadora emocional como mi madre. A ratos la odio por lo egoísta que fue y por nada del mundo querría parecerme a ella.
Me levanto antes de que suene la alarma del móvil y salgo de la cama con cuidado de no despertar a Diego, no quiero despedirme de él. La última vez que lo besé en la boca me pareció estar besando a un muerto, los labios se me antojaron fríos y blandos. Lo observo buscando en él algo de lo que me enamoró, pero no lo encuentro. La frente se ve más ancha por la falta de pelo; la barriga le sobresale por encima del pantalón, flácida, y los brazos que tanto me gustaban han perdido su forma. Todo eso no me importaría si lo que hay dentro de la carcasa que estoy viendo no hubiera cambiado también con el paso del tiempo. Esos brazos que se me antojaban refugio, porque cuando me abrazaba me sentía a salvo, se relajaron demasiado pronto, y los abrazos, comenzaron a espaciarse. No le voy a echar toda la culpa a él, yo también soy parte de esta historia que no salió como pensaba. Las cosas no suceden de repente, llegan poco a poco, pequeñas señales a las que deberíamos hacer caso antes de que sea demasiado tarde. Diego se mueve y salgo deprisa para evitar que me encuentre mirándolo como si fuera un insecto extraño que se ha colado en mi cama.
Antes de salir entro en la habitación de los niños y les dejo una nota a cada uno en la mesita de noche. Celia la leerá y la guardará con las otras, tiene guardadas todas las que le he ido escribiendo a lo largo de los años, trozos de papel reciclados donde le escribo cosas cotidianas como que tiene la comida en la nevera y solo tiene que calentarla, o que he salido y llegaré tarde y que siempre termino con un «TE QUIERO, MAMÁ» en mayúsculas. Como si tuviera la necesidad de que supiera que la quiero y de que la nota la he escrito yo. Carlos, sin embargo, la leerá y la dejará en la mesita de noche hasta que yo vuelva y la tire al hacer la limpieza. Es lo normal, qué sentido tiene guardar una nota donde te dan instrucciones y que solo sirven para un momento. Sin embargo me gusta que Celia las guarde, dice que le da pena tirar los «Te quiero» a la papelera. Es como si quisiera acumularlos por si algún día dejo de decírselos.
Diego se levanta para acompañarme al taxi. A pesar de mis esfuerzos para no hacer ruido y de que le dije que no quería que me llevara al aeropuerto para que no tuviera que madrugar tanto y después tener que ir a trabajar. Él igual que yo sabe que el motivo es otro; coge la maleta y, ya en el ascensor, me roza la mano como si esperara que se la diera. No lo hago y él retira la suya.
—Llama cuando llegues —me dice mientras el taxista mete la maleta en el maletero.
—Te avisaré.
Se acerca para besarme en los labios y se encuentra con un trozo de hielo. Entro en el taxi y, aunque no miro hacia atrás cuando se pone en marcha, sé que sigue de pie esperando hasta que el coche gire y lo pierda de vista.
2
Cuando el avión inicia la maniobra de aterrizaje y veo la ciudad desde el cielo siento un pellizco de nostalgia que destierro enseguida. Un sitio donde fui tan infeliz no se merece estar en un rincón de mi memoria, aunque los lugares no son los responsables de lo que nos ocurre, lo son las personas que los habitan.
Al tomar tierra, el estómago me da un vuelco porque no sé si seré capaz de reconciliarme con mi madre antes de que muera. Para eso he venido, para intentar entenderla y así poder perdonarla. Imagino que a ella ese perdón no le hace falta porque no carga con ninguna culpa a sus espaldas, al menos es lo que pienso. En su mente, ella es la única víctima, por elegir a mi padre como compañero de vida para poder estar al lado de su verdadero amor, ese que no la quería como a ella le hubiera gustado.
Mi madre era la mujer más guapa que he conocido. Tenía una belleza hipnótica. Cuando era joven la miraban por igual hombres y mujeres. Pero esa belleza no le sirvió de nada, el hombre del que estaba enamorada eligió a una mujer corriente, vulgar, como la oí decir una vez refiriéndose a mi tía. Hubiera dado cualquier cosa por haber sido ella la que le robó el corazón, pero no fue así y tuvo que conformarse con el hermano menos agraciado.
Estoy convencida de que si no se hubiera casado con mi padre con el tiempo se hubiera olvidado de la persona que no estaba destinada a compartir la vida con ella, era joven, otro hombre se hubiera cruzado en su camino y hubiera sido feliz con él y no habría destrozado la vida de los que estábamos a su alrededor. Sin embargo, se engañó diciéndose que se conformaría con tenerlo cerca. Se equivocó, porque una herida no cicatriza si no dejas de hurgar en ella. Tener algo que deseas al alcance de la mano y saber que nunca será tuyo debe ser difícil de digerir. Quizá estaba tan segura de ella misma que pensó que tarde o temprano conseguiría lo que deseaba más que a nada en el mundo.
Recuerdo cómo se arreglaba cuando teníamos que ir a casa de mis tíos; se preparaba como si fuera a una cita. La noche anterior se ponía crema en las manos y unos guantes blancos de algodón antes de irse a dormir, se acostaba sin cenar con el pretexto de que le dolía el estómago y al día siguiente apenas desayunaba, así cuando se enfundaba en el vestido elegido, su barriga parecía una tabla de planchar. No me di cuenta de eso hasta que crecí. Cuando lo hice y veía a mi tía con esas batas anchas que se ponía para estar en casa y el pelo recogido de cualquier manera me alegraba en secreto del fracaso de mi madre en su intento de conquistar a su cuñado, porque su rival no estaba a la altura para ella y sin embargo era la vencedora de esa batalla. Era como si un equipo de primera hubiera perdido un partido por goleada contra un equipo modesto de barrio.
Cuando éramos pequeñas, Sara y yo disfrutábamos de esas reuniones con Marcos y María, mis primos, sin embargo, al crecer, esas visitas se convirtieron en una tortura. Nos avergonzábamos de la actitud de mi madre, no se daba cuenta de lo evidente que era lo que sentía y era incapaz de disimularlo. Me he preguntado muchas veces si hubiera sido capaz de serle infiel a mi padre con su hermano, si este se hubiera prestado, o simplemente se conformaba con tenerlo cerca. A pesar de cómo se comportó siento lástima por ella, no supo ser feliz, si la mirabas a los ojos descubrías lo desgraciada que era. Se le ha ido la vida deseando otra que estoy casi segura de que tampoco hubiera sido un cuento de hadas como ella imaginaba, porque los amores imposibles, esos que están destinados a no ser, son casi los únicos que perduran en el tiempo, los otros se van desgastando. La convivencia se encarga de erosionarlos hasta hacerlos desaparecer. Puede ser que piense esto porque nunca sentí esa clase de amor por Diego. Un ramalazo de culpa me sacude y me estremezco. Si solo hubiera tenido un propósito en mi vida sería el de no parecerme a mi madre. Ahora mismo siento que estoy siendo igual de injusta que ella, mis miedos no deberían hacer de Diego una persona infeliz por no ser capaz de darle lo que me pide.
Mientras espero a que aparezca la maleta por la cinta de equipajes, le envío un wasap para decirle que he llegado bien, me dice que lo llame por la noche para ver cómo ha ido, le contesto con un ok y guardo el móvil. Mi madre no ama a mi padre, y yo no sé si amo a Diego, porque cada vez me pesa más la vida a su lado. A pesar de que es obvio que lo nuestro está cada vez más roto, ninguno de los dos ha tenido la valentía o las ganas de intentar recomponer lo que viene haciendo aguas desde hace tiempo. Me molesta que deje pasar los días como si no pasara nada, como si compartir la vida conmigo fuera una obligación. Después siento que no soy justa, porque yo actúo igual que él. Saco el móvil con la intención de llamarlo, lo sostengo en mis manos mientras miro la pantalla como si esperara que esta me diera una pista de lo que tengo que hacer, busco el contacto y dejo pasar los segundos, hasta que veo aparecer la maleta. Guardo el teléfono sin hacer la llamada. Tenemos que hablar, pero no para poner parches, nuestra relación está tan desgastada que no admite remiendos.
3
Al cruzar la puerta y ver a Sara me detengo un instante. Siento como si me hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago y me faltara el aliento. La mujer que mira al suelo mientras se mueve nerviosa de un lado a otro no se parece en nada a la que recuerdo, no tiene nada que ver con las fotos que me ha ido enviando con cuentagotas cuando se las he pedido. Está muy delgada, tanto que al acercarme y fijarme en sus manos me viene a la cabeza una hucha que teníamos cuando éramos pequeñas. Tenía forma de ataúd, era de color negro con un círculo rojo donde había que poner la moneda. Si le dabas a un botón que había en un lateral salía por un agujero el esqueleto de un brazo y una mano huesuda arrastraba la moneda al interior.
Nos miramos como si fuéramos dos desconocidas. Ella juega con las cuentas de un collar que da la sensación de pesar demasiado para su cuerpo frágil y endeble. Yo agarro la maleta con las dos manos para así tenerlas ocupadas, hasta que ella da un paso y me abraza. Con fuerza, diría que con desesperación, noto como se abandona en mis brazos, como si yo fuera un salvavidas, una tabla en medio del océano a la que agarrarse para evitar hundirse. Y a mí quién me salvará, me pregunto yo ¿Seremos capaces de salir a flote?
—Qué ganas tenía de verte —dice cuando nos separamos.
—Yo también, no deberíamos haber dejado pasar tanto tiempo. A partir de ahora se acabó, pondremos una fecha para nuestro próximo encuentro y no habrá excusa que valga.
Asiente, convencida, como si fuera una niña, y me fijo en la cadenita que lleva al cuello: es de plata, y en el centro unas letras forman mi nombre: «Alicia». Yo tenía otra con el suyo, las compramos cuando éramos adolescentes y las intercambiamos «para estar siempre cerca», dijimos. Y aunque me parece absurdo que la lleve puesta después de tantos años, las cuatro letras de su nombre se me atragantan, porque no sé dónde tengo la suya ni siquiera sé si me la llevé cuando me fui de casa. Como si me leyera el pensamiento se enrolla un foulard en el cuello haciendo desaparecer mi nombre y mi vergüenza.
De camino a casa me pone al día del estado de salud de mi madre. «Está mal, muy mal», recalca. Oírla decir eso no me provoca ningún tipo de sentimiento, si acaso indiferencia.
—¿Cómo está papá?
—Fatal. No para de llorar y apenas come, me da miedo de que se ponga enfermo.
—¿Lo puedes entender?
—Lo intento, pero me resulta muy difícil.
—¿Y los tíos? —Veo cómo se pone tensa, agarra el volante con fuerza y se pone las gafas de sol que llevaba en la cabeza a modo de diadema.
—¿Qué quieres saber?
—¿Visitan a mamá?
—Sí, no ha cambiado nada. Se portan bien. La tía cocina para todos y mamá apenas prueba lo que trae, no sé si es por la enfermedad o por no querer admitir que es una cocinera excelente. —Se nos escapa una sonrisa a las dos.
El comentario me lleva al pasado y a uno de los pocos recuerdos buenos que tengo de mi madre. Podría decir que los momentos más felices de mi infancia los pasé en la cocina diminuta del piso al que estoy a punto de llegar y, aunque también algunos de los peores, esta vez la balanza se decanta por el lado bueno.
Observo a Sara mientras conduce. Sigue mordiéndose las uñas, y me pregunto si tampoco habrá dejado de chuparse el pulgar. La camiseta que lleva es demasiado grande, como el collar, todo en ella se ve grande como si sus cosas fueran ajenas y las hubiera cogido prestadas.
Ella me interroga sobre mi vida. Le hablo de los niños, del trabajo… Y paso por encima cuando me refiero a Diego. No hace más preguntas, ha debido intuir que algo no va bien.
El barrio apenas ha cambiado desde la última vez que vine. No tengo ningún sentimiento de pertenencia a este lugar, por eso cuando Sara detiene el coche en la puerta de casa desearía estar en cualquier otro sitio. Antes de bajarnos, permanecemos unos instantes sentadas en silencio con la radio puesta, la letra de la canción que suena habla del perdón. Subo el volumen y le agarro la mano. Ella aprieta la mía y en ese gesto intuyo que sí, que me perdona por haberme ido y haberla dejado sola.
Recuerdo perfectamente la última noche que pasamos juntas. Dormimos en mi cama, apretujadas. Dos mujeres adultas planeando un futuro, en el que seguiríamos siendo dos, y que se quedó entre las cuatro paredes de mi habitación. Siento que la abandoné, aunque quizá se abandonó ella sola al quedarse. A mí, mi madre ya no conseguía hacerme daño con sus comentarios, pero ella se quedó estancada en ese mar de reproches y desprecios que terminaron por hacerla sentir que no valía nada.
El ascensor no funciona por lo que tenemos que subir la maleta entre las dos por la escalera estrecha. Sara resopla por el esfuerzo y me da la sensación de que puede romperse en cualquier momento. Por dentro ya lo está. Una mujer hecha pedazos, pegados una y otra vez, hasta quedar llena de costuras que le rozan recordándole lo rota que está.
4
Al abrir la puerta me golpea el calor y el olor a cerrado, parece que esté la calefacción encendida a pesar de que estamos en verano. La casa está en silencio y solo se oyen unos pasos arrastrándose por el pasillo. Es mi padre. Lleva una camiseta interior de tirantes y un pantalón corto. Está muy blanco como si llevara meses sin que le tocara el sol. Jamás lo había visto así de descuidado. Siempre estaba impecable, aunque no tuviera que salir de casa. Al verlo siento una profunda tristeza. Daría todo lo que tengo por volver al pasado y verlo fuerte y joven, para poder refugiarme en sus brazos como hice miles de veces.
—Alicia, has venido —dice, emocionado.
—Cómo no iba a venir. —Lo rodeo con los brazos y hundo la cara en su cuello. El hombre al que abrazo no se parece a mi padre, ¿cómo ha podido envejecer tanto en un año? Ahora mismo me desprecio por no haber venido a verlo más a menudo.
—Tu madre no sabe que has venido, se va a llevar una sorpresa.
He sentido tanta lástima al verlo así que me había olvidado del porqué de mi visita. No sé si estoy preparada para verla. Me lleva de la mano por el pasillo como si fuera una niña a la que va a enseñarle algo que le va a gustar mucho. La habitación de mi madre está en penumbra por lo que solo advierto su silueta.
—Elvira, mira quién ha venido a verte —dice subiendo un poco la persiana. Ella gira la cara hacia la puerta y, cuando me ve, cierra los ojos como si mi presencia le molestara.
Intento disimular el impacto que me provoca verla. Está sentada en una butaca que antes no estaba y que hace que la habitación parezca más pequeña de lo que es. Un pañuelo de colores le cubre la cabeza, se lo ha anudado con gracia, como si lo llevara porque quiere, como un complemento más, y no porque ha perdido el pelo. El color de su piel compite con el ocre del papel pintado de las paredes. Está muy delgada, igual que Sara; la ropa le va grande. Es como si se hubieran ido encogiendo y no se hubieran dado cuenta y por eso siguen usando las mismas prendas que antes se amoldaban a sus cuerpos y ahora parecen sacos.
—¿Cómo estás? —le pregunto acercándome a ella. Me sigue imponiendo respeto a pesar de su aspecto.
—¿A ti qué te parece? —contesta entre irónica y enfadada. Como si yo fuera la culpable de que esté enferma.
—Yo te veo bien —miento.
—Estoy cansada, me voy a echar un rato —dice mirando a mi padre, que acude enseguida para ayudarla.
Él coge un camisón de la cómoda, le quita la ropa con delicadeza y la ayuda a ponérselo. Yo permanezco de pie, sin acercarme ni preguntar si me necesitan. Mi madre se sienta en el filo de la cama y da la sensación de que ha librado una batalla, está agotada. Entonces me acerco, y la ayudo a estirarse. Me parece que estoy tocando a un esqueleto. La tapo y le coloco bien el embozo de las sábanas. Ella estira la mano y me acaricia la cara. En este momento diría que este es un día bueno. Hace un momento, cuando intercambiamos las dos únicas frases que nos hemos dicho desde que he llegado, hubiera dicho que era uno de los malos. Me pregunto si todavía guardará intacto en el fondo de su alma el amor por mi tío, ese que hacía que la mayoría de los días fueran de los segundos.
Mi padre sale de la habitación y nos quedamos solas. Bajo un poco la persiana para que no le moleste la luz y doblo las prendas que descansan a los pies de la cama. Me pregunto qué hacía con ropa de calle; estaría mucho más cómoda con el camisón. Parecía estar vestida como si esperara una visita. Sé con certeza que aunque hubiera sabido que yo venía no se habría vestido así para mí y constato que a pesar de los años y del dolor sigue poniéndose guapa para él.
El calor es sofocante y, mezclado con el olor a enfermedad, se me hace insoportable. Aun así, me siento en la butaca en la que hace un momento lo hacía ella.
—No dejes solo a tu padre —dice. Su voz me sobresalta, pensé que se había dormido.
—Está con Sara.
—Digo cuando me muera.
Decirle que no se va a morir es absurdo. Tiene la muerte dibujada en la cara. Me sorprende que se preocupe por él. Si alguien la oyera pensaría que morirá con la pena de dejar solo al amor de su vida. A lo mejor lo quiere, a su manera, a lo mejor el querer no es lo que nos han contado en los libros y en las películas con final feliz. Pero el amor debería incluir respeto y ella no lo tuvo con mi padre. Acostumbraba a dejarlo en evidencia. Cuando lo recuerdo, un regusto amargo me viene a la boca. Salgo de la habitación antes de decir algo de lo que me arrepentiría después.
5
Acabo de ducharme y la camiseta se me pega al cuerpo. Dice Sara que mi madre siempre tiene frío, así que ellos andan por casa sudando y medio desnudos, mientras ella va vestida con ropas más propias de invierno.
Salgo al balcón para llamar a Diego, estaré un poco más fresca y tendré más intimidad. Si Sara me oye sabrá que algo no va bien con él. Podría fingir que no pasa nada, al menos mientras estoy aquí, al fin y al cabo solo es una conversación telefónica, pero soy incapaz.
Un día de los muchos que discutí con mi madre me dijo que ser tan transparente no iba a traerme más que problemas. Yo estaba tan enfadada que le respondí que si había alguien transparente era ella. «¿Acaso te piensas que no se dan cuenta?», le dije. Ella abrió mucho los ojos, como si tuviera algo escondido en el fondo de un cajón y al ir a buscarlo hubiera desaparecido porque alguien había descubierto su escondite secreto y se había apoderado de él. Apreté la mandíbula esperando un bofetón que no llegó. Tan solo se limitó a mirarme durante unos segundos para después darse media vuelta e ignorarme. Estuvo sin hablarme veintidós días. Al principio estaba encantada, porque me dejaba tranquila, pero esa ignorancia empezó a molestarme cuando entendí que me había convertido en un fantasma. Me porté mal a conciencia para que me regañara, demandaba su atención constantemente, pero para ella era invisible. Si le preguntaba algo hacía como que no me veía, como si no estuviera a su lado tocándole el brazo con la punta del dedo a la vez que repetía una y otra vez la misma frase intentando obtener una respuesta.
Esos días, que para mí fueron un infierno, para Sara se convirtieron en un regalo. Le prestaba atención, se deshacía por complacerla y pasaba mucho tiempo con ella. Durante el tiempo que yo estuve desaparecida mi hermana se convirtió en la favorita. Le contaba cuentos de noche, la ayudaba con los deberes y se recreaba a la hora de desenredarle el pelo después de la ducha. Todavía no éramos conscientes de que nos utilizaba a su antojo. Estábamos tan faltas de su atención que cualquier excusa era buena para arañar unos instantes a su lado, aunque eso supusiera que una de las dos sufriera su desprecio. No nos sentíamos mal por usurparle el trono a la otra porque las dos sabíamos que eso no duraría para siempre, que en cuanto algo se girara en su cabeza se acabarían las atenciones y los días buenos, tal y como habían llegado. Cuando volvía el monstruo que se había comido a mi madre estábamos ahí para consolarnos la una a la otra sin rencores ni reproches.
El silencio duró el tiempo justo que mi padre estuvo de viaje por un asunto de trabajo. En cuanto estuvo en casa la indiferencia dejó paso a una atención exagerada durante unos días, como si quisiera resarcirme por el tiempo perdido. Aquella actitud nos mantenía siempre alerta. En cualquier momento podía pasar algo que solo ella sabía y volvíamos a tener que andar por casa como si fuésemos invisibles para no molestarla. Aprendimos a estar en silencio y a comunicarnos por gestos en un lenguaje secreto que creamos en las muchas horas que pasamos sentadas en el suelo de nuestra habitación, sin apenas movernos para no hacer ruido.
Aunque es lo último que me apetece hacer, llamo a Diego, no desaparecerá de mi vida por el hecho de no hablar con él y no se merece mi indiferencia sin una explicación.
—Hola —su voz me llega apagada—. Hola, ¿me oyes? Espera que no hay cobertura. ¿Me oyes ahora?
—Sí.
—¿Cómo está tu madre?
—No tiene buen aspecto y está muy delgada. Se pasa el día dormitando.
—¿Y tú? —la pregunta me pilla desprevenida. No es un hombre que se preocupe de mis sentimientos. No es que no sea cariñoso, aunque ahora lo es mucho menos que cuando nos casamos, es una especie de dejadez y de pasar por las cosas de puntillas como si así fueran menos verdad.
—Bien —miento.
—No me lo parece. ¿No tienes ganas de hablar?
—Ya sabes cómo es mi madre: agota.
Acabo de decirle que se ha pasado todo el día dormida, pero si se ha dado cuenta de lo poco convincente que es la excusa no dice nada.
—Te dejo entonces. Descansa. Ya llamarás tú cuando te vaya bien, no quiero molestar.
Debería decirle que no me molesta, al menos es lo que se esperaría de la persona que comparte tu vida, pero no le digo nada porque en realidad si lo hace. Me molesta su voz, su manera de intentar salvar lo nuestro dándole normalidad a una situación que no lo es, la cobardía de dejar pasar los días sin hacer preguntas porque intuye que las respuestas no le van a gustar. Quizá la culpa es mía, él es el mismo de siempre y ahora me incomodan cosas que han sido así desde el principio.
—¿Los niños están en casa?
—No, han salido y no vendrán a cenar. Yo picaré algo, para mí solo me da pereza cocinar.
—Mañana te llamo.
—Te quiero.
—Y yo —digo por inercia antes de colgar el teléfono.
Sara sale al balcón y se apoya en la barandilla a mi lado, no sé si ha estado esperando a que terminara de hablar y ha oído algo o acaba de llegar.
—Estarás cansada, ¿no quieres echarte un rato? —dice.
—No, estoy bien.
—¿Seguro? No da esa sensación.
Sé que no se refiere al cansancio del viaje y al tener que enfrentarme a nuestra madre.
—No estoy en mi mejor momento.
Permanecemos en silencio y ella no insiste, pero tengo la necesidad de hablar de mis sentimientos y no se me ocurre nadie mejor que ella para hacerlo.
—No sé si quiero seguir con Diego —le suelto a bocajarro.
—¿Qué ha pasado?
—Nada —digo con tristeza—. Eso es lo peor, que nunca pasa nada.
Verbalizar que no quiero seguir con él hace que algo se quiebre en mi interior y empiezo a llorar. Sara me pasa la mano por la espalda para consolarme y cierra la puerta corredera para evitar que mi padre nos oiga.
—Desde hace unos meses siento que no estoy viva. No sabría decirte qué día empecé a cuestionarme nuestra relación, ni cuál fue el detonante si es que hubo alguno, solo sé que cada día que pasa me resulta más insoportable. ¿Te acuerdas cuando mamá se enfadó conmigo y dejo de hablarme durante el tiempo que papá estuvo fuera? —Ella asiente sin interrumpirme y un gesto de dolor se dibuja en su cara durante unos instantes—. Hace unos meses Diego me regaló un fin de semana en un pueblo medieval que yo tenía muchas ganas de visitar. Cuando subí al coche no me apetecía nada ir, pero no quería hacerle daño. Organizó el viaje para darme una sorpresa, imagino que era su manera de intentar reavivar lo que ya está muerto. Cerré la puerta del coche y me propuse no hablar durante el trayecto, para ver si él sacaba algún tema de conversación. Cuando llegamos, no habíamos cruzado ni una sola palabra. Me pregunté cuánto tiempo hubiéramos seguido así si no nos hubiéramos bajado del coche, ¿veintidós días como estuvo mamá sin hacerlo conmigo? Si busco en mi memoria cuándo fue la última vez que tuvimos una conversación de verdad, hemos superado con creces esa cifra.
—Deduzco que no le has dicho cómo te sientes.
—¿Y qué le digo? ¿Que ya no lo quiero, que me molesta su presencia y que sé que sola estaría mucho mejor?
—No hace falta herir a nadie —dice en voz baja. De las dos, ella siempre fue la más sensible—. Pero tu problema tiene solución, hay montones de parejas que se separan cada día y no pasa nada.
—No es tan fácil, no quiero que mis hijos sufran. De esta manera, solo lo hago yo.
—Eso es una barbaridad, Celia y Carlos son mayores y estoy segura de que muchos de sus amigos tendrán a sus padres separados, eso hoy en día no es ninguna novedad. No puedes hipotecar tu vida por el miedo a hacerles daño.
—Le he enviado a Diego montones de señales y no reacciona, no pregunta por miedo a conocer la respuesta. Él sabe que las cosas no están bien desde hace tiempo y su actitud cobarde me pone enferma.
—No quiero que te enfades por lo que te voy a decir, pero tú tampoco estás siendo muy valiente.
—Lo sé, pero supongo que es más fácil cuestionar a los demás y echarle la culpa al otro que enfrentarnos a un futuro incierto. No podría perdonarme hacerles daño a mis hijos, ellos no tienen ni idea de lo deteriorada que está la relación, en apariencia somos una familia feliz, su padre y yo no discutimos nunca y no se esperarían algo así. Además sé que Diego no sabría vivir sin mí. No digo que me quiera tanto que no superaría la separación, sino por cómo se desenvolvería en la vida. Está acostumbrado a que los problemas los solucione yo.
—Los niños, como tú los llamas, ya hace tiempo que dejaron de serlo, ya son mayores y ya mismo harán su vida y tú seguirás atada a un hombre al que no quieres porque crees que es tu deber. No se me ocurre nada peor que quedarte porque crees que es tu obligación. Solo tienes que mirarme a mí. ¿En esto es en lo que quieres convertirte?
Se separa de la barandilla y deja caer los brazos a los lados del cuerpo para que la mire. La observo y la veo tan frágil que la abrazo con tanto cuidado que más que parecer que la esté abrazando parece que la esté sujetando para evitar que se deshaga entre mis brazos.
6
Ayudo a Sara a poner la mesa para la cena, y mi vista tropieza todo el tiempo con la silla de ruedas que hay al lado de la vitrina, jamás hubiera imaginado que mi madre iba a necesitar una. Era la mujer más vital que he conocido, nunca se ponía enferma y nunca estaba cansada. Estaba llena de energía hasta hace nada, la enfermedad la ha devorado en poco tiempo.
Mis tíos vendrán a cenar, hace mucho que no nos vemos. También de eso me arrepiento, además de no haberlos llamado más a menudo para saber cómo estaban. Sobre todo a la tía que supo mediar para que las cosas no fueran a peor y supo sostenernos a Sara y a mí para evitar que cayéramos al abismo.
La tía Leonor no tiene nada que ver con mi madre, son la noche y el día, aun así ella supo mantener el equilibrio para conseguir que navegáramos en aguas revueltas sin que llegáramos a hundirnos. Aunque no sé si lo consiguió del todo. Sara es la que ha salido peor parada, si tuviera que describirla con una palabra sería vulnerable. La veo recolocar los vasos y los platos que acabo de poner, para que el conjunto quede armónico, y pienso que eso ya no importa. No creo que mi madre lograra impresionar nunca a mi tío por vestir la mesa de gala, como si en vez de comer una familia normal y corriente fuera a hacerlo la familia real. Se pasó media vida intentando impresionarlo con cosas que yo creo que a él le importaban bien poco. No tengo ni idea de dónde sacaba esas ideas, imagino que de cualquier comentario sin importancia que hiciera él y que a ella le servía para darle alas a la ilusión que la hacía ser feliz. Agarro a Sara por la muñeca para que deje de mover los cubiertos, me está poniendo nerviosa.
—Déjalo, ya están bien.
—Es la costumbre —dice soltando la cuchara, pero no de cualquier manera, lo coloca en su sitio, alineada con el cuchillo que está a su lado.
—¿Tú crees que a estas alturas le importará si la mesa está bien puesta?

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