Regresa Megan Maxwell con una novela romántico-erótica tan ardiente que se derretirá en tus manos.
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Más que sexo de Ewa Rajter pdf
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El genital libera y cautiva a partes textuales. Pero ¿puede una semblanza sin ligaduras ser la medicación de la Felicidad?zuzanna, Marta y Anka son tres esposas jóvenes, bellas e sagaces de la Varsovia contemporánea. Zuzanna trabaja en una dependencia de aliciente y no cree en el apego verdadero. Aprovecha su existencia de soltera teniendo abundantes amantes y disfruta del genital como si afuera una jícara de un buen Capuchino.marta es una dentista que pasa su periodo libre aparte la caudal en multitud de flamantes sementales, entretanto que Anka, que trabaja como arqueóloga, está harto transmitida a su fascinante quehacer y siquiera ni piensa en listas. Zuzanna y Marta siguen el arranque de las tres conferencias: cada uno de sus cantares termina posteriormente de tres encuentros. Esta estructura les impide involucrarse y que alguien les rompa el sentimentalismo. Sin embargo, todo cambiará cuando Michał entra jamás de las tres amigas. De repente las conversaciones, los clubs, el pimple y el genital accidental dejan de ser importantes, y las cortesanas tendrán que atreverse a sentimentalismos Reales.“más que sexo” es una novelística casquivana, sarcástica y atrevida, ambientada en la caudal polaca.
¿Alguna vez alguien te ha prometido que el mundo será tan ideal como lo muestra la publicidad? Si así ha sido, seguro que no ha cumplido su palabra. El balance de éxitos y fracasos amorosos siempre parece el mismo. Noche loca y mañana mortífera. El chico de tus sueños resulta ser un muermo. Y el que no es un muermo es un cínico embustero. Y así todos los fines de semana, para no perder la práctica y no creer, por casualidad, que podría ser de otra manera. La vida erótica de esta ciudad goza de buena salud; en cambio, la sentimental no está en su mejor momento. Pero eso, tal vez, no lo necesite nadie. Cero compromisos, total comodidad y nada de euforia. Es la única forma de sobrevivir en este mundo que lo devora todo y luego todo lo escupe con asco. Por tanto, nada de histeria. Porque, al final, regresarás al mundo de los vivos.
Zuzanna es un producto perfecto de esta realidad. Excelente material para un romance de una semana. Sabe que el amor no existe, porque, si así fuera, no existirían los clubes nocturnos y todo lo demás, es decir, el sexo libre. Ni tampoco los bailes de apareamiento de una noche y la rápida satisfacción sexual. Ni el engaño omnipresente y la lealtad cínicamente declarada: Zuzanna trata el sexo como una buena comida, y punto.
No quiere comprometerse con nadie porque nadie le ha dicho nunca que podría funcionar. Por eso, tiene muchos amantes. Prefiere llevar el control de todo. Solo se enfada a veces, cuando alguien rompe la pauta, porque ella misma sigue una estricta norma: ser la primera en desaparecer del horizonte. Se trata de un juego que nunca se vuelve aburrido. Solo importa quién lleva las riendas. La recompensa no es el amor, sino la satisfacción. Sus amigas, Ania y Marta, opinan igual. Las ilusiones por los finales felices, si nos deshacemos rápido de ellas, dejan de doler y, con el tiempo, incluso pueden divertirnos. Como una curiosa anécdota que le ocurrió a otra persona. No a nosotras.
Amigas
Zuzanna se escrutó el pie derecho. Pintarse las uñas era un arte, y, en lugar de esperar con paciencia a que se secara el esmalte, se abalanzó sobre el teléfono que estaba sonando e hizo caer el jarrón de flores de la cómoda. Esperaba un mensaje del chico que había conocido en un club la noche anterior. Tres citas. Que no esperara más. Había que cumplir las reglas.
—¿Dígame? —dijo en su tono reservado a los futuros amantes.
—Nena, ¿qué te ha pasado? ¿Estás resfriada? —Oyó la voz de su madre que, como siempre, no fallaba al interpretar su estado.
—No, mamá —dijo; suspiró y se miró la mancha roja de esmalte en la uña—. Estoy leyendo un libro y estoy inmersa en otro mundo, ya sabes a qué me refiero.
Su madre lo sabía de sobra, porque era lo único que hacía, además de ver series románticas. Tiempo atrás, Zuzanna se había prometido a sí misma que nunca sería como ella. Era consciente de los peligros de seguir los pasos de su madre. Una vida basada en espejismos no era real. La vida se bebía a grandes tragos y lo más rápido posible porque, el día menos esperado, se iba. Un año antes, cuando había visitado a su padre moribundo en el hospital, había tenido la oportunidad de ver eso mismo: la vida escapándose de repente. Hasta ese día, se despertaba por la noche imaginando su propia muerte. Y aunque había enterrado muy hondo el miedo, seguía visitándola todo el tiempo. La vida no esperaba. Así que no perdía ni un momento y se daba a la fiesta a velocidades cada vez mayores.
—Cuando te acabes el libro, me lo prestas, ¿vale? —dijo su madre—. Por cierto, ¿qué estás leyendo, Zuza? —preguntó con repentino interés.
—¡No voy a decírtelo! ¡Te sorprenderá! Seguro que te gusta —respondió Zuzanna con impostada vitalidad—. Mamá, no puedo seguir hablando. ¡Chao! —Colgó el teléfono sin esperar respuesta.
La casa quedó en silencio. Le dolía la cabeza y, para más inri, no lograba recordar la mitad de lo que había sucedido la noche anterior. Había estado en estrecho contacto con el suelo de un baño, eso seguro. Y había tenido un ataque de risa histérica al ver a un tipo que, durante medio año, le había estado enviando mensajes desesperados y llenos de resentimiento hasta que entendió que él no era más que uno de sus episodios de tres días. Le encantaba cuando los hombres la tomaban en serio. ¿Era tan rara? La división por sexo en ese tema en particular tenía tanto sentido como elegir un vestido rojo o uno verde. Al fin y al cabo, algo tenías que ponerte, entonces, ¿qué más daba lo que eligieras? Las mujeres inteligentes se dedicaban a desmontar estereotipos. Zuzanna era inteligente.
Los domingos por la mañana eran lo peor. Primero, surgía una dolorosa conciencia de que se acercaba el lunes, y por las mañanas no tenía mucha claridad mental —en cuanto se presentase en la agencia al día siguiente, con seguridad le dirían de nuevo que había que preparar un briefing para el viernes porque al creativo encargado se le habría olvidado que habían conseguido un nuevo contrato—. En segundo lugar, tenía resaca porque había bebido demasiado la noche anterior. En cambio, Marta, aunque se hubiera quedado de juerga hasta el amanecer, seguro que estaba fresca como una lechuga y en ese momento no había en ella ninguna huella visible de la noche loca.
Al despedirse la noche anterior, su amiga estaba riéndose de los chistes de un conocido en común cuya única virtud era su buena forma física. Se había pasado toda la noche dedicándoles chistes malísimos. Después, Marta se había ido caminando con pasos enérgicos hacia el metro, repiqueteando con sus tacones demasiado altos, como si fuera pleno día. Zuzanna tenía la suerte de vivir muy cerca de su club favorito.
Hipotecarse para comprar un apartamento en un edificio al lado de un parque, en el mismo centro de Varsovia, había sido una de las mejores decisiones que Zuzanna había tomado en su vida. Dos terrazas, silencio, tranquilidad, vegetación, muebles elegantes… —eterno motivo de sorpresa de sus colegas—. Todo ello había creado un espacio donde se había encontrado a sí misma. Huía de la esterilidad en el diseño, pero por nada del mundo admitiría que los interiores modernos y minimalistas le recordaban a un quirófano en el que nunca querría verse. Cada cual tenía sus fobias. Incluso Zuzanna que, por muy desinhibida que estuviera, no se libraba de ellas.
Por suerte, no se sentía sola. Tenía dos amigas. Ambas eran personas excepcionales. Admiraba a Marta porque había decidido estudiar Odontología y, desde hacía varios meses, trabajaba en una de las clínicas más modernas de la ciudad. Los pacientes hacían cola para que les diseñaran una sonrisa perfecta, y la perversa dentista los ofrecía como sacrificio al dios de la perfección. Aterrizaban en el sillón amarillo limón con respaldo color frambuesa silvestre, confiados en que sus vidas mejorarían. Una sonrisa ideal era un elemento indispensable en el baile de apareamiento de la vida nocturna. La vanidad y la adicción al perfeccionismo de los ricos le reportaban a la dentista grandes ganancias.
Marta era rígida. Por eso, en ocasiones, abandonaba a sus adeptos por unos días y se iba de viaje lo más lejos posible para entregarse al buceo. Le encantaban las noches cálidas en compañía de jóvenes autóctonos con dentaduras impecables. La dentista también había desarrollado un método perfecto para conseguir pacientes y amigos de una sola vez.
—Espera, espera, ¿qué te ocurre en la paleta? —le susurró en la esquina del baño de la discoteca a una modelo que acababa de conocer.
—¡Ay, no me digas! ¿Qué tengo ahí? —respondió la chica, que se precipitó, presa del pánico, al espejo.
Luego, en el marco de la incipiente amistad, Marta accedió amablemente a recibir a la chica el lunes en su consulta. Los lunes y los martes trabajaba desde por la mañana hasta por la noche. Inclinándose con paciencia sobre sus pacientes, reparaba desperfectos menores. Era médica y confesora. Sabía quién, con quién, por cuánto y por qué. No creía en el amor; en realidad, solo los tontos creían en él. La amistad era otra cosa. Todavía tenía una oportunidad en un mundo donde el cinismo estaba más valorado que la sinceridad. La sinceridad aburría y no excitaba a nadie.
En la vida de Zuzanna también estaba Ania, la arqueóloga más sexy de la ciudad, llevada por una pasión inexplicable por las tumbas, los esqueletos, las criptas y las cuevas que escondían restos no identificados.
Desde el instituto, Zuzanna, Marta y Ania eran inseparables. En ese entonces, se habían prometido una vida de amistad eterna y lealtad total. A los veintiséis años habían logrado la independencia económica, y sus incursiones en la ciudad, famosas entre sus conocidos, nunca terminaban de forma trivial. En esas ocasiones, solían acabar enrollándose con alguien, les gustara más o menos. Las chicas, en sus salidas nocturnas por la ciudad, proclamaban a bombo y platillo que eran la prueba viviente de la existencia en la naturaleza de la verdadera amistad entre mujeres. Sus amantes ocasionales y sus conocidos las llamaban las Tres Gracias, y ni siquiera se esforzaban por recordar sus nombres.
Ania se salía del patrón porque no seguía la regla de las tres citas. No se acostaba con extraños. Ella era diferente, pero de eso no se trata aquí. De todos modos, nadie juzgaba sus extrañas reglas, aunque muchos habían intentado derribarlas. Era muy atractiva y, a primera vista, no se diferenciaba de sus amigas. Solo después quedaba claro que no necesariamente terminaría la noche en una cama ajena o en un baño echando un polvo rápido.
Zuzanna sonrió al recordar el monólogo del día anterior de la sexy arqueóloga. Sentada en una barra resbaladiza y vestida con unos shorts muy cortos que no dejaban demasiado espacio a la imaginación, pronunciaba un fervoroso discurso en defensa de las vestales. Alguno de los presentes las había descrito como muchachas hipnotizadas, usadas después por tipos con vestidos que se hacían pasar por sacerdotes.
Ania solía aventurarse en debates innecesarios y absurdos desde el punto de vista de sus amigas. Marta pensaba que era una depravada, sin más, al manifestar de forma tan abierta su amor por la historia. Como resultado, la arqueóloga había estado debatiendo con un tipo muy guapo y, en la opinión de sus amigas, había perdido la oportunidad de triunfar esa noche. Como Zuzanna solía decir, Ania era diferente a ellas en ese aspecto, y había perdido una buena oportunidad a cambio de nada. Cuando te relacionabas con momias, era difícil excitarse con los vivos.
Siempre decían que Ania no era capaz de disfrutar de la vida. Aunque había que admitir que una vez había tratado de confiar en un hombre y había fracasado en el intento. Luego había hecho un análisis científico del fenómeno del amor y había concluido que tal creación no podía darse en la naturaleza. En el pequeño cuerpo de Ania se escondía el más empedernido oponente de los ambientes sensibleros y las declaraciones sentimentales abiertas.
El desengaño ante el amor había sido aún mayor cuando el chico del que había estado enamorada le había robado un revelador artículo de su autoría sobre la vida cotidiana de la reina Hatshepsut y lo había publicado con su nombre. Un verdadero idiota y un ladrón. Y luego, rodeado de gloria, había huido a una universidad estadounidense para seguir robando allí. Así que en ese momento no era muy probable que Ania se lanzase a los brazos de cada arqueólogo barbudo o guaperas elegante de club nocturno que se interpusiera en su camino. Ninguno de esos tipos de tíos la excitaba.
Zuzanna sonrió al recordar una trifulca salvaje que se había desatado en el estreno de una película, cuando el director adjunto había intentado meter la mano por debajo del vestido de su modesta amiga. Había acabado en urgencias tras haber aterrizado en una mesa llena de vidrios.
Cada una de ellas era única a su manera. Tres amigas, tres retos, tres historias.
Las flores sobre la alfombra y el agua del jarrón que empapaba la blanca superficie esponjosa le recordaron a Zuzanna que era hora de regresar al mundo de los vivos. Corrió a la cocina a por algunas toallas de papel para limpiar la cómoda. Luego, arrugando ridículamente la nariz, se pintó con cuidado las dos últimas uñas. Tenía unos pies de niña, talla treinta y cinco, por lo que el color rojo les daba solemnidad y, a ella, más seguridad.
Un camión de riego pasó por la ventana y se oyó el ladrido de un perro que se había ganado una ducha. Zuzanna tenía todo el día por delante y no estaba dispuesta a desperdiciarlo. Siempre podía suceder un milagro que llevara consigo cosas excepcionales. A fin de cuentas, el mundo, aunque parezca lo contrario, puede sorprenderte. Si así lo crees, todavía tienes la oportunidad de arrebatarle algo para ti; pero hazlo de manera que no se dé cuenta. Por suerte, no eres lo bastante importante para él y, por eso, a veces puede pasar.
Ania
Al parecer, la distracción era un rasgo de las personas inteligentes. Al parecer. Pensaban tanto que se olvidaban de todo. O un rasgo de tontos felices que no recordaban sus fracasos y se pasaban la vida comenzando desde cero. Ania no tenía tiempo en ese momento de decidir a qué categoría pertenecía porque estaba furiosa consigo misma. Revolvía de forma frenética en su escritorio, en busca de una carta del profesor que la había escogido a ella entre todas las personas que formaban un grupo de especialistas polacos interesados en trabajar en una excavación extraordinaria. Era un antiguo lugar de enterramiento en el oeste de México, cerca de Colima. Contenía los restos de veintiocho personas, desde el año 500 a. C. hasta el 500 d. C. El hallazgo había sido realizado por arqueólogos del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México. Ania era una joven y talentosa experta en momias antiguas, célebre en todo el mundo por sus interesantes publicaciones.
Si bien en el amor no le iba muy bien, en la vida científica había logrado llegar lejos. Gracias a su trabajo más reciente, muy revolucionario, le llovían propuestas por todas partes y en ese momento se arriesgaba a dejar escapar una de ellas. Volviendo al motivo de la distracción, Ania se inclinaba por la primera interpretación, es decir, que era una persona inteligente, porque, desde luego, estaba muy lejos de ser una tonta feliz. Fracasaría si no encontraba esa carta. Cada vez más furiosa, empezó a tirar papeles cuando, de repente, sonó el teléfono.
—¡Ania! ¡Me ha llamado, hemos quedado! —dijo una emocionada y jadeante Zuzanna—. ¡Es un hecho! —Se oyó una risa.
El carrusel giraba de nuevo y Zuzanna entraba en órbita. Ania sabía lo que eso significaba. Una semana casi sin contacto, un puñado de anécdotas, algunas observaciones certeras sobre la potencia del amante y otro polvo más tachado de la lista.
Ania adoraba a sus amigas. Participaba en la mayoría de sus locuras, a menos que no tuviera tiempo para ello. Cuando fallaba varias veces seguidas y se pasaba varios fines de semana inclinada sobre el teclado de su portátil, organizaban una noche de chicas con palomitas y una película romántica lacrimógena, o bien, una erótica de alto voltaje. Necesitaba como el comer esas salidas y esas charlas. Había que mantener el equilibrio entre la realización intelectual y la ligereza y la imprudencia en la vida. Sin él, Ania no podría funcionar con normalidad.
Recordó la conversación que había tenido el día anterior en la barra con aquel chico ardiente y demasiado guapo. Primero, hablaron de las vestales y, luego, de la metafísica de los sentimientos.
—El amor no existe —argumentó él, pronunciando la palabra «amor» como si tuviera algo asqueroso en la boca—. ¡Es un concepto abstracto, inventado por idiotas que piensan que cualquier cosa en este mundo puede durar para siempre!
—¿Por qué criticas tanto el amor? —se sorprendió Ania—. Todos tenemos nuestro propio cuento de hadas. Nos lo creamos o no. Eso, en realidad, no importa. Existen tantas definiciones como gente en el mundo.
—¡Por ejemplo, tú! —La atacó de pronto mientras se le acercaba—. Tremenda mujer, y apareces aquí sola. ¿Para qué? ¿Estás buscando la felicidad? ¿Te apetece un polvo rápido y sin compromiso? ¿O tal vez todo lo contrario? ¿Eres una romántica desesperada deseando encontrar el marido perfecto? Créeme, aquí no hay de esos.
—Me decepcionas. —Ania cruzó las piernas, lo que provocó que la mitad masculina de la barra se volviera hacia ella—. Hablas de las personas como de objetos sexuales. Y te haces el cínico. Sin embargo, te traiciona el ansia que refleja tu mirada, no ansia de sexo, de eso estoy segura; y también la tristeza, cuyo origen no es la falta, sino el exceso de sentimientos. No tienes valor para admitir ante ti mismo que necesitas amor. Te dedicas a mirar a las chicas, con la esperanza de que alguna vea en ti algo más que el dandi que eres y se enamore de un imbécil, es decir, de un romántico como tú. Mira, no me apetece hablar contigo. —Suspiró, sintiéndose cansada de pronto por la conversación, que no iba a ninguna parte—. Además, tu discurso es patéticamente predecible y, a decir verdad, me aburre.
Diálogos como ese se producían desde el principio de los tiempos. Y siempre eran igual de triviales. Ania no se hacía ilusiones sobre la continuación. El tipo captó a la primera el «drenaje» inefable y se alejó mostrando desdén. Un juego que también se había jugado desde el principio de los tiempos: quién ofenderá a quién primero. Se lo quitó de encima y por fin pudo volver con sus amigas.
La noche había sido maravillosa, y no la habría cambiado ni por una jornada completa excavando en México. Pero en ese momento nada de eso importaba. Ni el chico de la barra ni siquiera sus amigas, porque Ania estaba poniéndose cada vez más nerviosa. Buscaba la carta de la invitación, y eso era más importante que una noche loca y una conversación estúpida con el tío supuestamente más guapo de la ciudad.
—¡Aquí está! —gritó, sacando un sobre arrugado de debajo de la cama.
Odiaba el desorden omnipresente en su casa. Nunca podía encontrar nada. Hacía poco, había descubierto su camiseta favorita amarillo chillón detrás del radiador. Llevaba un año sin verla.
En el trabajo, por el contrario, se mostraba ordenada hasta lo obsesivo, lo que aterrorizaba a los alumnos que asistían a sus clases prácticas. En el escritorio de la arqueóloga había lápices afilados ordenados en filas idénticas, un teclado sin una mota de polvo, un monitor y varios folios. Punto. En el departamento, Ania era perfeccionista y pedante. Inexorable en su predilección por la limpieza, a los ojos de los futuros adeptos al arte de la arqueología, que visitaban su oficina de vez en cuando, era un ejemplo de las consecuencias que podía tener en el ser humano la búsqueda insistente de la perfección. Era la estudiante de doctorado más prometedora de la universidad, y lo sabía. Los más mordaces la calificaban de humanoide sexy con un ego inflado.
El piso heredado de su tía medía veinticinco metros cuadrados y cinco metros de alto. Estaba ubicado en la avenida Wojska Polskiego, en un edificio de tejas rojas muy características. Situado en el ático, junto al antiguo lavadero, era una prueba rotunda de la total desatención de las necesidades básicas de la vida por parte de su propietaria. Los símbolos de ese lugar eran una nevera siempre vacía y miles de cosas perdidas que habían sucumbido en la batalla por el único orden posible.
Aunque, de un modo extraño, la habitación parecía limpia, la cantidad de elementos acumulados en un espacio tan pequeño hacía imposible mantener el orden, y Ania se perdía por completo en su mundo.
La cama en el entrepiso era lo más importante del apartamento, testigo mudo de las perversiones y hazañas amorosas de las amigas de Ania. Si la señora arqueóloga tuviera allí instalada una cámara siempre encendida y quisiera convertirse en productora de películas porno, habría hecho una fortuna con ellas. El apartamento de Ania era el lugar predilecto de Marta y Zuzanna para estar con sus amantes.
Con el tiempo, su despacho propio en el departamento de Arqueología le resultó más atractivo que un apartamento estrecho repleto de cosas innecesarias que, en su momento, se había resistido a tirar. La mitad pertenecían a su tía. Objetos absurdos de la época de la República Popular de Polonia, como un cenicero de cristal de zafiro con forma de rana o una repugnante tetera marrón. No se animaba a desahuciarlos. Por eso, se quedaba en la universidad desde por la mañana hasta por la noche y regresaba al ático solo para dormir. A veces, durante el día, el apartamento se convertía en una casa de citas.
Compartir un espacio privado es la prueba suprema de la amistad sincera. Es como prestarle tu cepillo de dientes a alguien, bajo el riesgo de que le coja cariño y quiera usarlo una y otra vez para lavarse los dientes frente a tu espejo. Son muy pocas las personas a las que permitimos hacer eso. Ania y sus amigas habían elaborado las normas para usar el apartamento. Las chicas iban allí con un solo propósito: practicar sexo. Y siempre advertían a los amantes de que no podían volver a ese lugar.
De manera oficial, el piso le pertenecía a su hermano. Practicaba boxeo, por eso en la pared había colgados unos guantes que Zuzanna había comprado en el mercado de pulgas. Aunque viejos y desgastados, daban a entender con alarmante claridad que allí residía un hombre. De ese modo, los amantes nunca regresaban. Preferían no correr riesgos. Les importaba demasiado su aspecto físico, y entrenar con el hermano de su amante no les tentaba en absoluto.
Ania suspiró y echó un vistazo a la cama. Luego, retiró las sábanas usadas y las echó a la lavadora. Menos mal que tenía secadora, de lo contrario, el apartamento parecería el típico patio de una casa de vecinos italiana, donde la ropa interior y de cama cuelga en cuerdas entre las casas. Casi todas las ciudades de la soleada Italia parecen estar todo el tiempo celebrando el festival de los calzoncillos. Lo único que falta son funambulistas borrachos de vino deambulando a la luz de la luna entre sábanas blancas.
Ania estaba ya un poco cansada de la lascivia de sus amigas, pero no decía nada, porque, exceptuando la necesidad de lavar la ropa de cama, que perdía su frescura después del intercambio amoroso, al regresar a casa no descubría muchas huellas de su presencia. Nada de colillas, vasos tirados, olor a sexo ni tangas o calzoncillos olvidados. La ventana abierta de par en par expulsaba con efectividad todos los recuerdos.
El baño estaba en perfecto orden. Abrió el grifo y se quedó observando, tranquila, cómo se llenaba la bañera poco a poco. Se imaginó entrando en las termas romanas y, cuando por fin se sumergió en el calor, cerró los ojos y buscó inspiración en las pinturas que tenía grabadas en la cabeza. Después de un rato, su respiración se volvió uniforme y Ania se quedó dormida como un bebé. Las fugas del grifo evitaron que se ahogara; lo cierto era que estaba convencida de que dormía mejor en la bañera.
Se despertó dos horas después con una sensación rara. Yacía como en un caparazón esmaltado y sin una gota de agua. La piel de gallina que cubría su cuerpo presagiaba de manera inevitable un inminente catarro. Otra vez había perdido la noción del tiempo y, en ese momento, mientras salía de la bañera y se acurrucaba con prisas en un suave albornoz blanco, se maldijo a sí misma por ser estúpida y no tener imaginación. Luego, más tranquila, envolvió con las manos la taza de té caliente y se quedó mirando los tejados de las casas vecinas. En uno de ellos había un deshollinador que, al sorprenderla mirándolo fijamente, hizo un movimiento sosteniendo el cepillo cuyo significado era inequívoco. Ella le dio la espalda, reprimiendo la risa.
Se solía decir que los deshollinadores traían buena suerte, pero un deshollinador con una baqueta era algo bien distinto. Parecía un duende en la versión adulta de Blancanieves. Desechó la imagen. Tampoco quiso imaginar lo que habría pasado si alguna de sus amigas hubiera estado allí y hubiera invitado a casa al deshollinador para que le trajera suerte.
Marta
Suspirando profundamente, se puso del otro lado. Sacó el pie de la sábana para apoyarlo en el familiar bastidor de la cama, pero solo encontró el vacío. Movió los dedos con impaciencia en busca de un apoyo y, entonces, en su cabeza se activaron las alarmas. No estaba en su casa. Con cautela, se fue separando de la fuente de calor que, como sospechaba, tenía relación directa con un individuo del sexo opuesto. En un acto de valentía, abrió un poco el párpado. Todavía no se sentía lista para un cara a cara. Oyó la respiración constante de él, pero no estaba segura de que estuviera fingiendo. Por si acaso, se quedó inmóvil.
Siempre hay dos opciones después de pasar una noche con un extraño. O te despiertas y te escabulles recogiendo cosas por el camino y, si tienes suerte, la puerta se cierra de golpe, o intentas irte lo antes posible porque él se ha despertado primero, en cuyo caso, tienes que rechazar su invitación a desayunar bajo el pretexto de una cita matutina con tu suegra en un centro comercial, lo que, con toda efectividad, templa los impulsos amorosos. La suegra funciona a la perfección, pero ese argumento se utiliza cuando se trata de un chico para una noche, y no para tres embriagantes citas en el acogedor apartamento de una amiga.
Marta no sabía cómo había llegado hasta aquel sitio. Aunque la noche anterior se había despedido de Zuzanna sintiéndose completamente consciente, luego todo había cambiado. Los colegas con los que había salido la habían convencido para que los acompañara a otro bar, pero, a decir verdad, no recordaba mucho del resto de la noche. No tenía ni idea de cómo había entrado en el apartamento de otra persona, y el cálido muslo contra sus piernas era tan real como el dolor de cabeza que en ese momento estaba reventándole el cráneo.
Tuvo que enfrentarse cara a cara con la realidad del domingo por la mañana.
«Esto no está bien», pensó, y abrió los ojos de golpe.
El hombre no dormía. Observaba a Marta con una mirada azul y delicada. Le recordaba a alguien de una forma preocupante, pero su memoria no supo decirle a quién. No solo estaba despierto, sino que, sin duda, seguía interesado. La señal de interés tocó sus caderas con impaciencia. El extraño extendió despacio la mano hacia su pecho derecho y lo tomó con un movimiento perezoso, de tal forma que Marta empezó a sentir calor. De repente, lo recordó todo. El tipo sin nombre era bueno. Muy bueno.
«Tres citas», decidió para sí, y le sonrió mientras se incorporaba en la cama.
En ese instante tenía entre las manos sus dos pechos y jugaba con ellos con indiferencia, como si estuviera pensando en algo del todo diferente. De pronto, se detuvo y le metió un dedo, sin retirar la mirada de su boca entreabierta. Ella gimió y se abrió de piernas. Él parecía disfrutar con sus pupilas dilatadas y su respiración acelerada, que no podía controlar. Entrelazó las piernas alrededor de las caderas del desconocido y comenzó a subir y bajar con calma. Sus voluminosos pechos bailaban, liberados porque el hombre había colocado las manos en su cintura para controlar el ritmo, lo que llevó a Marta de cabeza al orgasmo. De repente, el hombre frenó y se quedó inmóvil. Marta sentía muy adentro un palpitar insoportable, ávido de consuelo, pero, antes de que empezara a protestar, el desconocido la tumbó debajo de él y empujó más profundo para imponer su propio ritmo. En ese momento, de verdad, le faltaba el aire. La penetraba cada vez más fuerte, sin dejar de mirarla a los ojos. Era terriblemente excitante y directo. Después de unos minutos, se sintió incapaz de contener la poderosa descarga del orgasmo. Gritó y clavó con fuerza los dedos en sus hombros. Levantó con brusquedad la cabeza y la dejó caer, con el cuello arqueado. El cabello largo y oscuro le tapaba la cara, pero una amplia sonrisa delataba su enorme placer.
—Ha sido como un capuchino por la mañana —comentó con voz ronca, y se deslizó debajo de él para sentarse en el borde del colchón.
—Ha sido mejor —murmuró él, y se levantó para envolverse la sábana a la altura de las caderas.
Cuando el tipo se acercó a la ventana, ella echó una mirada disimulada por la habitación. Colchón, guitarra, estufa y cazadora de cuero negro colgada de manera descuidada del brazo de una silla. ¡No podía creerlo! Se había acostado con un puto músico. Pero ¡si se había jurado a sí misma, después del último episodio, que nunca volvería a cometer semejante error!
—No voy a mentirte —dijo el extraño, todavía de espaldas—. Quiero que esto se repita.
—Te llamaré —respondió con voz entrecortada, y, de un salto, salió del colchón.
Las prendas mismas encontraron el camino hasta ella. Primero, las bragas, luego, la blusa; hasta los pantalones se dejaron poner con facilidad. Metió el sujetador en el bolso. Hizo una breve pausa y no se abrochó la blusa a la altura de los pechos. En algún lugar habría puesto los pendientes. Daba igual, se compraría otros. No miraba a donde él estaba. Ese capítulo había que cerrarlo cuanto antes. La última vez que se había acostado con un músico, le había costado muchísimo librarse de él. Le había dedicado su nuevo disco y, en un concierto, había declarado al público que, aunque era la zorra más desenfrenada y pervertida que había conocido en su vida, aún esperaba que dejara de evitarlo y volviera a acostarse con él. Marta había enloquecido de rabia. Luego, durante casi un mes, había sido la persona más de moda en su círculo social.
En ese momento, quería alejarse todo lo posible de los instrumentos y los gilipollas con talento, porque la sola mención del concierto volvía a darle dolor de cabeza.
El hombre se acercó, se inclinó y le rozó la mejilla con los labios.
—Supongo que no te gustan los músicos, pero, a diferencia de ese tipo, yo no estoy loco.
No se lo esperaba. Había pasado medio año desde el memorable escándalo y no entendía cómo ese nuevo amante podía tener noticias de eso. Él sonrió como si le leyera la mente.
—Ayer me contaste toda tu vida.
—¿En serio? —preguntó, prometiéndose no volver a beber tanto nunca más.
—Bueno, tal vez no todo, pero lo suficiente como para hacerme una idea del problema que tienes. No soy músico, soy psicólogo. Este es el piso de mi colega.
Los individuos que se dedicaban a tratar de comprender a otros y descomponer sus mentes en factores primos eran los capullos más peligrosos y engreídos del mundo. Igual que los músicos. La realidad había resultado ser aún peor. Marta cogió el bolso, dio un paso atrás y se tapó con él como si fuera un escudo. El bolso era demasiado pequeño para ocultar sus pechos desnudos. Cómo le molestaban los elegantes bolsos de mano en los que solo cabía un teléfono móvil, unas cuantas tarjetas de visita y un fajo de billetes.
—Oye, que no soy un loco. ¿Quieres que hablemos?
—¿Hablar? ¿De qué? —Por primera vez en su vida, alguien la sorprendía en ese sentido, porque, en el caso de los ligues de una noche, había una regla de oro: cuantas menos palabras, mejor para ambas partes. Distinto era cuando ambas partes estaban borrachas. Entonces esas reglas no se aplicaban.
—Hablar sobre de qué nos conocemos, porque los dos sentimos desde el principio que nos hemos visto antes y eso nos atormenta exactamente de la misma manera. —Esbozó una sonrisa encantadora.
Así que no estaba equivocada.
«Pero no nos hemos conocido en una vida anterior», pensó de forma consciente.
Lo observó con calma, examinando con calma sus rasgos faciales y, de repente, descubrió una pequeña cicatriz en forma de flecha en la comisura de la boca que la fulminó con un recuerdo. Era la misma cicatriz que la que tenía Michał, un chico del instituto de quien ella y Zuzanna habían estado locamente enamoradas. Después, cuando se había mudado con su madre a París, habían perdido el contacto. Habían pasado diez años, así que no era de extrañar que no lo reconociera. Recordó entonces aquella vez en la que se había peleado frente al instituto con un alumno de un curso superior. Aunque había salido victorioso, en medio del forcejeo se había caído sobre la acera y se había dado en la boca con unos vidrios rotos que estaban esparcidos por el suelo. De ahí la cicatriz.
Reconocía los ojos, el perfil, la sonrisa torcida, si bien ahora tenía mucho mejor aspecto. Parecía el típico chico guapo de los sueños de las adolescentes que todavía tenían la esperanza de encontrar a su príncipe azul, es decir, al manjar más delicioso de su vida.
—¿Te llamas…? —preguntó con cautela, para salir de dudas.
—Michał —murmuró, frunciendo el ceño en un gesto pensativo.
A veces, en la vida llega un momento en el que el mundo se pone patas arriba. Y no, no es cuando crees que acabas de encontrar a tu media naranja. El amor no existe, así que una cosa menos. Es cuando te das cuenta de que te has acostado con el tipo con el que te fumaste tus primeros porros y que hizo temblar tus piernas. Y eso no es bueno. Nunca es bueno, porque no sabes qué hay que hacer en una situación así.
—¡Anda, pues yo soy Marta! —Saludó con la mano con inseguridad—. Primero D, ¿no?
—¿Marta del Rejtan?
—Tercera mesa junto a la ventana.
—No, cuarta.
Se sentía como una idiota, como si se hubiera acostado con su hermano. Lo peor era que de nuevo tenía ganas de sexo.
—¿Qué has hecho durante todos estos años? —Se interesó él.
Así que eso era lo que quería averiguar. Un polvo y volvemos a la amistad de instituto. Marta se sentía cada vez más frustrada. Por lo general, ella era quien escribía el guion y ponía las condiciones. Tres citas eran eso: tres citas. Tenía que pensar cómo comportarse en una situación tan inusual.
—Al parecer, ya te lo he contado todo sobre mí. —Esbozó una media sonrisa—. Además, no estoy muy despierta. Tal vez podríamos vernos en algún otro momento de la semana y entonces podrías hablarme de ti.
—No hay problema, como prefieras. ¿Intercambiamos números de teléfono? —preguntó, observando a Marta con atención.
Así que sabía que un momento antes ella no tenía intención de hacer eso. En el instituto, Michał tenía fama de chico que no pasaba nada por alto. Siempre había sido astuto. Se acordó de una discusión con el profesor de Historia… Pero ¡si ella no quería recordarla! ¡Lo que quería era volver a acostarse con él y, maldita sea, tenía derecho a hacerlo! El derecho que le otorgaba la ley de las tres citas. Presionó el bolso con los dedos y lo abrió de un solo movimiento. Sacó una tarjeta de visita y, sin mirarlo a los ojos, se la entregó con tanta cautela como si estuviera a punto de desmoronarse.
—¿Te sientes culpable? —dijo en voz baja—. ¿Estás enfadada contigo misma?
—¿Acaso tengo algo de lo que preocuparme? —Se sorprendió—. Ha sido una magnífica noche de sexo con un compañero del instituto. Entonces eso no formaba parte del juego, pero ahora sí. ¿No quieres analizar la situación, tal vez?
Michał le abrió la puerta y le hizo una reverencia sonriéndole, burlón. Sin duda, estaba acobardada. Pensó que tenía un problema, porque acostarse con una compañera de clase siempre traía complicaciones. Sabía por experiencia que no se debía entablar una conversación en situaciones como aquella. La dejó en la escalera soleada.
Atacada por la luz brillante, se frotó las sienes. El tenue dolor de cabeza volvió, y esa vez con fuerza redoblada. Tenía una regla que nunca se saltaba. No se acostaba con conocidos, mucho menos con amigos. Pero esa regla no contemplaba la inimaginable mala suerte en forma de amor del instituto. Además, la noche anterior estaba tan borracha que ni siquiera lo había reconocido. Si hubiera ocurrido de otra manera, de ningún modo habría practicado sexo con él.
—¡Joder! —gritó en el ascensor, dando un golpe en la puerta.
Sintió un leve hormigueo en los dedos y eso le permitió ordenar sus pensamientos. Se calmó y, al momento, sonrió al imaginarse lo que diría Zuzanna cuando se enterara de con quién había estado y lo que había hecho. ¡Cuántas horas habían pasado charlando, inventando diferentes escenarios! La primera opción era la amistad entre los tres. La segunda consistía en lanzar una moneda al aire para ver cuál de las dos saldría con él. Y la tercera opción: ambas quedaban y perdían la virginidad con él, lo que cimentaba su amistad. Los sueños de instituto no tenían nada que ver con la realidad.
De repente, sintió que no le apetecía nada compartirlo. Pero sabía que había una regla no escrita en la amistad: si Zuzanna quería, también se acostaría con Michał. La norma dejaría de ser válida si una de las dos empezaba a interesarse demasiado por el tipo. Pero ese escenario era puramente hipotético, ya que lo habían descartado hacía mucho tiempo. Entonces, se compartía y punto. El sexo para Zuzanna y Marta era como su sándwich favorito del Subway: adictivo, pero siempre podían cambiar el menú y empezar de nuevo.
Desde el principio de los tiempos, las mujeres y los hombres han estado en constante búsqueda de nuevos sabores. En una ciudad de posibilidades infinitas, hay más probabilidades de descubrir una combinación desconocida de lo que puede parecer. Marta era una entendida del tema y, hasta que no se convencía de que su elección era exactamente igual a la anterior y que no se diferenciaba de ella en nada, sentía ansiedad, y lo único que la calmaba era consumir el sándwich hasta el final. Y asegurarse de que no era nada del otro mundo. Por eso, cuando salió del piso donde se había quedado Michał, decidió hacer todo lo posible para que se olvidaran de las circunstancias en las que se habían conocido y se centraran en el presente.
Michał
Se acercó al espejo y se frotó la barbilla con gesto pensativo. Ser psicólogo tenía sus ventajas. Se había acostado con tantas chicas que, por mucho que lo intentara, no sería capaz de nombrarlas a todas. Algunas de ellas no tenían nombre porque no habían tenido tiempo de presentarse. Hubo momentos dentro y fuera de los bares en los que eso no importaba. Se las ligaba hablando de Bergson, de Nietzsche, del cine italiano y el francés, de la nueva ola británica, de Freud, de lo que fuera, porque para una mujer no había nada más excitante que sentir que su intelecto excitaba a un tío tanto como el sexo. Lo había descubierto hacía mucho tiempo.
Casi la mitad de las mujeres atractivas de la ciudad lo odiaban. Había tenido que vérselas en situaciones en las que la chica no aceptaba que lo que había ocurrido entre ellos era solo sexo. Cuando, más tarde, se las encontraba por casualidad, se producían escenas embarazosas. El resto de la población femenina, que carecía del instinto de poseer a un hombre, lo adoraba como maestro del sexo sin compromiso. Michał nunca se había acostado dos veces con la misma chica. Sabía lo peligroso que era.
La primera regla que seguía era no mentir. Por lo tanto, al principio, siempre dejaba claro que no iba buscando una relación. No creía en el amor, sino en el placer. Creía en la libertad y, como amante perfecto, nunca decepcionaba a la otra parte.
Marta había resultado ser una bonita anécdota. Le traía recuerdos del instituto y sus primeros sueños como quinceañero en pleno despertar erótico. Ya entonces tenía grandes pechos y un buen cuerpo, pero su amiga era la dueña de las mejores piernas del instituto. La cuota masculina de la clase se precipitaba con demasiada frecuencia al baño, durante el recreo largo, cuando Zuzanna se ponía una minifalda que no le tapaba casi nada. Bastaba con que se agachara a recoger un cuaderno que hubiera dejado caer en el pasillo. Estaba seguro de que lo hacía a propósito. Fue entonces cuando entendió el poder de un tanga. Las chicas eran inseparables. Se sentaban en el mismo pupitre, decían lo mismo al mismo tiempo y, cuando él contaba un chiste, se reían a la vez. Juntas se habían vuelto imbatibles. Por eso, a veces fantaseaba con un trío, y ese recuerdo en ese momento lo hacía sentir como un niño al que le habían regalado un juguete nuevo y no podía esperar para ponerlo en marcha.
Dejó caer la sábana al suelo y se dirigió al baño. Sentía un agradable cansancio y, cuando rememoró la noche anterior, sonrió como quien decidía levantar las cartas y descubría que había sacado póquer de ases. Michał se sentía realizado. Aceptaba su sexualidad, le gustaba la apertura y el principio profesado del placer. Trabajaba como psicoterapeuta y eso le daba ventaja sobre otros hombres. Algunos se veían inmersos en situaciones complicadas al no prever el peligro de antemano. Había conocido demasiadas historias que terminaban de forma dramática, ya fuera en aburrimiento mortal y rutina, o en escenas en las que ambos bandos perdían la dignidad y el respeto mutuos. Los padres de Michał se habían divorciado cuando tenía catorce años. Desde entonces, se conducía con extremada cautela.
Salió de la ducha y se puso una camiseta y unos vaqueros. Desayunaba todas las mañanas en un bistró cercano. Ese día se merecía un desayuno doble. Cuando miró la guitarra, recordó la mentira inocente con la que había engatusado a su amiga del instituto. No era músico, pero a veces tocaba ese instrumento. Y él era el dueño del apartamento. No tenía remordimientos por haber engañado a Marta. Si eso la tranquilizaba, seguro que había funcionado. De todos modos, no quedarían en su casa. A su casa solo llevaba a las mujeres una sola vez, por una noche, y nunca rompía esa regla.
Marta y Zuzanna
La ciudad despertaba como una mujer desgastada y de vida alegre que quería ocultar las imperfecciones de su belleza empolvándose demasiado la cara. Los basureros recogían, impasibles, folletos que animaban a disfrutar de los servicios de las agencias de acompañantes. Las chicas de los anuncios en papel, captadas por el fotógrafo en poses provocativas, tenían a la luz del día rostros tristes, como si el oficio que ejercían no les garantizara la alegría prometida para ambas partes. Toneladas de basura, botellas y latas de cerveza se amontonaban en los portones, de donde las recogían conserjes soñolientos mientras, entre dientes, maldecían y se quejaban de que, de nuevo, hubiera llegado el fin de semana, el dichoso tiempo de Sodoma y Gomorra.
El sexo dominaba la vida nocturna, pero nadie era tan iluso como para creer que todos los caminos llevaban a una cama. Como siempre, el centro de desintoxicación de la calle Kolska estaba hasta los topes, y en las comisarías, menores de edad drogados en busca de sensaciones fuertes esperaban a que aparecieran sus tutores.
El domingo por la mañana era un anticipo del infierno. Si alguien quería sentir el aliento del diablo a sus espaldas, tenía la oportunidad de experimentarlo al amanecer.
Una chica con un vestido rosa, apoyada contra la pared de una casa de vecinos, era la copia perfecta de otra que esa misma mañana había bautizado la acera con sus vómitos. En ese momento, ella, la segunda, inclinada sobre un contenedor y temblando, le relataba al mundo todos sus malos recuerdos de la noche. En el bar Ulubiona, incontables vasos de vodka, servidos por una camarera pelirroja de mano firme, se vaciaban en los esófagos de clientes que ya no podían ni ver.
La ciudad estaba viva, aunque apenas respiraba.
Marta abrió la puerta, invadida por una repentina sensación de cansancio. Vivir en el barrio Kabaty tenía sus pros y sus contras: la paz y la tranquilidad, pero también el aburrimiento, que con sigilo se filtraba por las paredes de los apartamentos nuevos y aislaba con gran efectividad a unos vecinos de otros. Ella misma había elegido ese lugar. Deseaba vivir apartada de todo porque los domingos recargaba las pilas para la siguiente semana. En ese instante, su cabeza estaba en un completo caos. No era capaz de controlar la extraña sensación de que esa vez había salido perdiendo, y, aunque se había largado de un piso ajeno, donde había dejado a Michał, esa huida no le proporcionaba satisfacción. Estaba ansiosa por volver a verse con él. Tenía que asegurarse de que el nuevo amante no era diferente de los demás; entonces podría pasar a otra cosa. Michał no respondía a ningún estereotipo y, además, no soportaba la incertidumbre; le gustaba saber.
Se sentó en el sillón y miró por la ventana. El rectángulo vacío del cielo no la ayudó a ordenar sus pensamientos. Sin pensarlo, cogió el teléfono para compartir las últimas noticias con Zuzanna.
—¿Estás durmiendo? —La pregunta era bastante estúpida, porque sabía que, a diferencia de ella, su amiga había dormido esa noche y ya se había levantado.
—¿Qué dices? ¿A mediodía? —Oyó la voz sorprendida de Zuzanna—. ¿Llevas bebiendo desde por la mañana o aún no has terminado? ¿A qué hora has vuelto?
—Acabo de hacerlo —le informó en tono realista, y añadió—: He conocido a un tipo increíble. —La mera mención a Michał la excitó de forma placentera.
—Cuéntame —se limitó a decir Zuzanna, dispuesta a escucharla hasta la noche.
Marta contaba como nadie las escenas subidas de tono. En eso, no tenía rival.
—Pero no te caigas de la silla —le advirtió su amiga.
—¿Has echado un polvo en un ascensor, pero no dentro, sino encima? —preguntó Zuzanna, tratando de adivinar.
—¡No! ¡Me he acostado con un chico del instituto! —exclamó Marta, alegre.
El silencio al otro lado de la línea la complacía por completo. Zuzanna se quedó sin palabras.
—¿No tenías a nadie de tu edad a mano? —Estaba sinceramente sorprendida—. Vale que te ligues a uno que acaba de empezar la universidad, pero un estudiante de instituto ya es mucha tela.
—Ya no está en el instituto —aclaró Marta mientras se quitaba los tacones y buscaba una postura más cómoda en el sillón.
—Eso suena mejor —dijo su amiga, aliviada—. Pero, igual, es demasiado joven.
—Estuvo con nosotras en el instituto, Zuza.
—No me digas que has estado con…
—Sí, con él —la interrumpió Marta, encantada de que solo hiciera falta una palabra para que Zuzanna lo entendiera todo.
—¿Te has encontrado con Michał?
—¡Bingo! Y ahora es tan sexy que no puedo ni quedarme quieta.

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