Prólogo
Viernes 13 de junio, 23:57 de la noche. Universidad de Columbia, Nueva York. Vívica, 22 años.
—¿Se puede saber dónde estabais? —Uní las cejas acercándome a las tres que brillaban desde la distancia.
Al menos, a mis ojos.
—Estabas hablando con Zehx y nos ha parecido que sobrábamos —dijo Bloom con una amplia sonrisa y un movimiento de cejas insinuante.
—Yo he ido a buscar a Timothée, pero también he tenido esa impresión —admitió Sley con una fuerza tirando de una de las comisuras de sus labios.
—¿Y dónde está Timothée? —preguntó Dásya a Sley.
—Se ha encontrado a unos colegas y me lo han robado de forma cruel y rastrera —dijo estrechando la mirada—, si no me lo han devuelto en quince minutos en perfecto estado… los encontraré.
Dásya y yo soltamos una carcajada.
—Que se anden con ojo —dijo Bloom.
—Ya lo creo —dijo Sley alzando la barbilla.
—Bueno, si quiero que os vayáis ya os haré una señal —concluí uniendo las cejas otra vez—. Pero si no la hago…
No terminé la frase porque Dásya me rodeó la cintura con uno de sus brazos y me movió de un lado a otro como si quisiera deshacerse de mi sentimiento de abandono a sacudidas.
—Perdona, ¿esta distancia te viene bien? —preguntó divertida.
Solté una carcajada.
—Sí, ¡para! —Me reí más cuando estuvimos cerca de caernos al tropezar con las escaleras más cercanas.
—¡¿Theros?! —exclamó Bloom de repente.
Sley a su lado, dio un bote del susto. Bloom alzó la mano y se puso de puntillas sobre sus tacones rojos. Dásya y yo nos giramos por curiosidad. Nop. Imposible. Aquí no hay quien vea a más de un palmo de distancia. Había demasiada gente a nuestro alrededor. El campus es gigante, sí, pero todo el mundo sabe que a las fiestas universitarias no va solo gente de la propia universidad, sino también de otras.
—Me has dejado sorda —gritó Sley.
—¿A quién llamas? —pregunté uniendo las cejas.
—¡Theros! —repitió Bloom de nuevo moviendo la mano con efusividad.
—¿Eso es un nombre? —preguntó Dásya con sincera curiosidad.
Sley soltó una carcajada sonora y pegadiza. Bloom se puso en medio de nosotras y acabó del lado de Dásya hablando con alguien a quien ni siquiera veía.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó confundida y alegre al mismo tiempo.
—He venido para comprobar si mi universidad supera a la tuya en todo, incluidas las fiestas. —Una voz grave y desconocida llegó hasta mí, aumentando mi curiosidad.
—Sigue soñando, Makeland —dijo Bloom al tiempo que veía como pegaba a alguien.
Supongo que al Makeland ese. Dásya me miró uniendo las cejas, pero había diversión en sus ojos. Uy. Me moví para verle, pero no lo conseguí. A quien sí vi fue a dos de los chicos que estaban parados también, supuse que iban con él. Lo que dijo Bloom dejó de ser audible en el momento en que la música empezó a tronar con canciones tecno. Bloom apareció en mi campo de visión y con una amplia sonrisa me cogió del brazo y tiró casi como si quisiera arrancármelo
—Ella también estudia geología —dijo Bloom a voz en grito, así de repente—. Se llama Vívica.
De inmediato entendí las caras de Sley y Dásya. Gu-au. Rostro anguloso, unos labios que alguien había tenido que diseñar con amor y cautela y un porte de lo más elegante. Me di cuenta de que él también se había quedado en silencio cuando dejó de estarlo.
—Hola, soy Theros, encantado. —Me ofreció la mano y reaccioné.
—Lo mismo digo. —La estreché.
Un buen agarre, sí. De los que Dásya aprobaría.
—¿De qué universidad sois? —pregunté intentando mirarlos a los tres para ser educada.
Pero me está costando despegar los ojos de ti. ¿De qué color es ese iris? Parece fuego dorado. Imposible, serán las luces.
—De la mejor —dijo Theros—, Stanford.
Resoplé y empujé mis verdaderas emociones: total admiración y ganas de saber.
—¿La mejor? —repetí en tono burlón cuadrando los hombros. Miré a mis tres chicas y luego a él de vuelta—. Esa la estáis pisando ahora.
—En tus sueños —dijo uno de los chicos a su espalda con una sonrisa de suficiencia.
—Sentimos aguaros la fiesta —intervino Sley poniendo un brazo sobre mi hombro—, pero nosotros llegamos en 1754. ¿Vosotros en cambio? Finales de siglo XIX. —Negó con la cabeza a modo de alucinación—. Llegasteis incluso después que Princeton.
—Y aun así hemos tenido tiempo de sobra de pasaros por delante en todos los rankings —Theros ladeó la cabeza.
Intenté no sonreír. Eso es verdad. Stanford se encontraba en el top cinco del ranking de la Ivy League y Columbia en el top veinte. Pero íbamos a defenderla como si se tratara de nuestra familia.
—Nueva York vs California no es comparable —dijo Dásya.
—Ni de lejos —dijo Bloom.
—Tienes razón, no lo es —dijo el otro de los chicos a la espalda de Theros—. Arnold Schwarzenegger no ha sido gobernador de vuestro estado. Del nuestro en cambio…
—Ahí tienes razón —dijo Sley.
La miré con ojos de traición.
—Bueno —empezó la futura bioquímica—, es que es Terminator.
Nos reímos. Timothée llegó poco después y nos apartamos un poco de la multitud para seguir hablando. Por los caminos que tomamos para esquivar a la gente, Theros acabó a mi lado.
—¿También estás en el último año? —preguntó.
—Sí, por suerte —respondí.
Hubiera preguntado «¿y tú?», pero había dicho «también», así que me quedé callada un par de segundos. Palabras, Vívica, úsalas.
—Después de lo mucho que la habéis defendido, uno pensaría que querríais quedaros aquí para siempre.
Hice uso de todos mis esfuerzos para no sonreír.
—En parte —admití—, pero tengo muchas ganas de ver de primera mano todo lo que he estudiado durante estos años.
—Me pasa lo mismo con el máster.
—¿Máster? —pregunté.
—Soy dos mayor que tú.
—¿En serio? —Claro, el «también» era por Bloom, no por él.
Sonrió un poco y no fue desagradable a la vista. Ahora tengo muchas más preguntas. Ahora creo que debería largarme. Qué alto es.
—Así que te entiendo muy bien —dijo al asentir—. Yo tampoco puedo esperar a estar cara a cara con un Indlandsis.
Se lee clara pasión en sus ojos. Peligro.
—¿De qué conoces a Bloom? —pregunté en vez de irme.
—También me crie en el Bronx.
—¿Di-disculpa? —Detuve mis pasos.
Él se dio la vuelta sin dejar de mirarme a la cara, como si pretendiera andar de espaldas. Cuando empezó a alejarse, tuve que echar a andar.
—Nuestras madres se conocían porque mi madre trabajaba en el mercado —explicó tirando por tierra toda la imagen que me había creado de chico rico que va a Stanford—. Bloom vino a mi casa algunas veces a traernos verduras de parte de su madre y yo fui otras a la suya a llevarles fruta.
—¿Sabes que esto es lo último que me hubiera imaginado al verte? —admití.
—¿Por qué?
—Venga ya, ¿Stanford?
—¿Qué? Vosotras venís del mismo sitio y estáis en Columbia.
—Vaya, vaya. ¿Acabas de reconocer que Columbia es una pasada?
—Claro que lo es, Vívica.
Me obligué a mostrarme indiferente ante el cosquilleo que sentí al oír mi nombre en sus labios. Porque yo no me pongo roja por nadie, que sino…
—Pero no tanto como Stanford —añadió haciendo una mueca antes de dejarme atrás para salir de entre la multitud y llegar a lo alto de unas escaleras.
No lo vio, pero sonreí de verdad. Le seguí hasta arriba donde podríamos hablar más tranquilos. No tenía ni idea de dónde estaban los demás ni en qué momento les habíamos perdido. Pero a diferencia de antes, ahora no me importa tanto.
—Entonces eres geóloga —dijo como para sí mismo.
—Así es.
—¿Qué rama?
—Geología ambiental —respondí—. ¿Y tú?
—Glaciología.
Mi boca se abrió en un «ah», silencioso. Se quedaría sin poder estudiar volcanes, pero se volvería un verdadero experto en glaciares. Ser un experto en cualquier cosa me parecía más que una idea atrayente. Pero yo podría estudiar ambos y no me veía capaz de renunciar a ninguno.
—No es una mala elección. De hecho, diría que es la segunda mejor opción —dije en tono burlón.
Se rio. Qué. Agradable. Es. Ese. Sonido. Desde las escaleras más apartadas en las que acabamos, se veía a la multitud bailando y se oía la música, pero se podía hablar a un tono por debajo del de «gritar a pleno pulmón». Bebí de la pequeña botella de agua que Sley me había obligado a coger hacía un rato y me bebí al menos un tercio. Una casi-bioquímica sabia, eso es lo que es.
—¿Puedo? —preguntó cuando la dejé en el suelo.
Me sorprendió, pero fingí como que no.
—No lo sé, ¿tienes algo contagioso?
Sonrió y casi tuve que apartar la mirada. Por encima de mi orgullo inerte y putrefacto me vas a contagiar esa sonrisa que tienes. Soy dura y tú probablemente un idiota con una buena máscara. No voy a caer en ninguna trampa.
—Sí, si te hablo de mi obsesión por erupción del tipo pliniana no podrás volver a estudiar otra cosa.
Toma ya.
—¿Qué acabas de decir?
—¿Qué pasa? —Encogió un hombro—. Que nos especialicemos en glaciares no quiere decir que sea sobre lo único que sepamos.
Una caja de sorpresas dentro de otra caja de sorpresas. Le hice un gesto con la cabeza para que bebiera. Lo hizo y aunque no la acercó mucho a sus labios, sí los rozaron un poco. Luego la dejó donde estaba.
—¿Vívica es tu único nombre?
—No solo el de los viernes. Los jueves me llaman Eustaquia y no quieras saber lo que me llaman los lunes.
Esta vez pareció contener una sonrisa. Algo distinto brilló en sus ojos. Una especie de irritación divertida.
—Me refería a si tienes algún apodo.
—No, cualquier diminutivo de mi nombre parecería una enfermedad o un virus informático.
—¿Un virus informático?
—Vívic suena a algo que ha infestado tu disco duro. Y parece tan malo como tener Vív —aseguré alzando las cejas—. ¿Tú tienes?
—No. Aunque mucha gente me llama por mi apellido. —Su voz sonaba de lo más masculina y atractiva.
No voy a fijarme en nada más.
—¿Por qué no les gusta tu nombre? —Es extraño lo cómoda que me siento tomándole el pelo.
Estrechó la mirada y sacudió la cabeza. Esta vez la que me reí fui yo. Él me miró como Bloom miraría un comenta surcando el cielo.
—Así que puedes reírte. —Alzó las cejas y abrió la boca en un «oh» mudo.
Incluso esa mueca le quedaba bien.
—¿Qué dices? —dije aun sonriendo—. Me rio muy a menudo.
—Asombroso —siguió ignorando lo que aseguraba. De repente dijo—. Me caes bien, Vívica.
Y lo dice así sin más. Como si diera igual.
—Tú a mí también, Theros. Eres una especie en extinción. —Porque si de verdad no eres idiota, y eres así de simpático…
—¿Disculpa?
—Hay algo que comparten nueve de cada diez geólogos que conozco.
—¿Y eso es?
—Una pasión excesiva y preocupante por las piedras. No, de verdad —dije seria cuando se lo tomó a broma—, te sorprendería la de gente que me encuentro por los alrededores del campus mirando al suelo. ¿Glaciares? Lo pillo. ¿Volcanes? Alucinantes, lo entiendo. ¿Pero piedras? Pfff, por favor, dejad de abochornaos.
Hubo un silencio. No fue uno incómodo, más bien agradable. ¿Existe eso? Ver para creer. No supe descifrar la expresión de su rostro. Y es raro porque se me da tan bien calar a la gente que muchos aseguran que es un desperdicio que me dedique a la geología y no a la investigación policial. Pero lo que sí sabía era que no me hacía sentir mal.
—¿Y cuál es tu plan al acabar el máster? —pregunté porque por algún motivo tenía curiosidad.
—Irme a vivir a Canadá.
Sería ridículo pensar que eso me entristeció de alguna manera. Y, aun así, eso fue exactamente lo que sucedió.
—¿Para siempre? —pregunté disimulando como una experta mis verdaderas emociones.
Él asintió doblando una de sus rodillas, echándose hacia atrás en una postura relajada.
—Sé que Islandia es la tierra de los glaciares, pero Canadá no se queda atrás —dijo con cierto brillo en los ojos.
Es verdad. El glaciar Athabasca es más que una buena razón de peso. Pero por algún motivo Canadá había perdido todo mi amor acumulado durante mis años de universidad. Así, de repente.
—Ya, pero también hace frío como para congelarte las pestañas —intenté.
—No me preocupa.
—¿Y qué hay de los alces? —pregunté.
—¿Qué hay de ellos?
Sí, Vívica, ¿qué pasa con ellos?
—Dicen que son peligrosos.
—Entonces tendré que estudiar glaciares con otros animales —respondió Theros.
Si haces un comentario ridículo te mereces que se rían de ti. Ok.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó.
—Me gustaría viajar, pero mi hogar siempre estará aquí.
—¿En Columbia?
Me tomé la libertad de darle un golpe en el brazo.
—Lo entiendo —dijo después de soltar una melodiosa y masculina carcajada que se me antojo demasiado corta.
Qué agradable es.
—¿Y no te resultará difícil dejar aquí a tu familia?
—Sí —admitió—, mucho. Pero aun así siento que debo hacerlo. Que quiero hacerlo.
Este rebosa determinación. Un arma tan poderosa y atractiva como la confianza en uno mismo.
—Bueno, así podré decir que conozco a alguien en Canadá.
—¿Hablas de algún alce?
Me vi tentada a pegarle de nuevo, pero no lo hice. Has cruzado mis límites Makeland. Esta vez hice algo distinto. Le miré. Pero no de cualquier forma, sino de esa que siempre conseguía que el chico con el que hablaba se acercara a besarme. Con él no funcionó.
—¿Tengo algo en la cara? —preguntó con un tono masculino aún más grave que el que había estado utilizando el resto de la conversación.
Asentí y mis ojos siguieron sobre los suyos. Tentados a bajar hasta sus labios. Pero no podía perderme detalle de su reacción, así que no lo hice. Me incliné hacia él. Esto es lo que tiene que fallar. No habrá química. La que siento se evaporará cuando reduzca la distancia a cero. Estoy segura. Theros se quedó muy quieto al principio, pero en seguida su cabeza se ladeó acercando sus labios a los míos. Entonces sí los miré. Sentí la garganta seca en el preciso instante en que ninguno de los dos se movió. La tensión electrificó el ambiente y mi cuerpo. Me mordí el labio deseando que lo hiciera él y… funcionó. No me hicieron falta más que un par de segundos para saber dos cosas. La primera, besaba muy bien. La segunda, la química no solo no desapareció sino que se multiplicó por un millón generándome calambrazos por todo el cuerpo. Es decir, tengo serios problemas. Una de sus manos llegó hasta mi mejilla para atraerme hacia él. No opuse resistencia. De hecho, me incliné un poco hacia su cuerpo de tal forma que ambos se tocaran. Sus labios se movieron contra los míos de un modo delicioso. ¿Cómo huele tan bien? Es una mezcla que no soy capaz de identificar, pero que no me importaría pasarme el rato intentándolo. No me pasó por alto el detalle de que parecía no atreverse a tocarme en exceso. Me gustó y me pareció tierno, porque estaba claro que lo hacía por respeto. No estoy acostumbrada a esto. Para nada. Hubiera sonreído si no fuera porque profundizamos el beso y perdí la capacidad de hacer algo que no fuera devolverle lo que me daba. Soltar las riendas del caballo de mis emociones. Su mano seguía cálida en mi mejilla y me transmitía una especie de… sentimiento protector. Todo lo que hacía me gustaba.
Lo malo era, que sabía que no volvería a repetirse.
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