en tiempos post horribles, una hermosa puñete y un tipo que es exiguo crecidamente que un chatarrero se asientan una serie de narraciĂłn en contorno de un entorno hostil, resistiĂ©ndose asĂ al cruz constituido y a gentes de la peor Ăndole.
una jaleo de orgullo, enseñanza imaginación y bdsm, desacorde éste último a lo que se acostumbra percibir tradicionalmente.
1
De camino a Flores, la capital de aquella comarca, me crucĂ© con un grupo de campesinos que llevaban a unos esclavos encadenados, cuatro hombres y cinco mujeres. Les preguntĂ© a los campesinos si habĂa terminado ya el mercado de esclavos de esta temporada y Ă©stos me aseguraron que si me daba prisa, podĂa llegar al Ăşltimo dĂa de feria, que era aquella misma jornada. DespuĂ©s del medio dĂa crucĂ© la muralla de la villa por su puerta principal y a las cinco, cuando comenzaban de nuevo las ventas, me presentĂ© en el mercado. Unos vociferantes y malolientes posibles clientes llenaban aquel amplio local. Yo me coloquĂ© discretamente en una zona mal iluminada, manteniĂ©ndome expectante, y minutos despuĂ©s una joven, condenada a diez años de esclavitud por robo, fue la primera en ser subastada en aquella sesiĂłn. Tras una dura puja con otro viejo, el dueño de un lupanar se hizo con ella. DespuĂ©s fueron subastados tres hombres y más tarde, otra joven fue la siguiente mercancĂa puesta en venta.
— ÂżDe quĂ© color es su cabello? —preguntĂł un maloliente cazador de aspecto lamentable—. ¡AsĂ, todos rapados, no sabemos de que pelaje son estos esclavos que nos querĂ©is vender!
A los delincuentes condenados a esclavitud les era cortado siempre el cabello al cero al salir del presidio del estado, para ser asĂ desparasitados. El subastador levantĂł la falda del tosco vestido de condenada que llevaba la prisionera, para ver el color del vello de su sexo.
— ¡Vaya! —Gritó de nuevo el cazador—. ¡Le han rapado hasta el coño!
— ¿Cuál es el color de tu pelo, esclava? —preguntó el subastador ya irritado a la mujer subastada.
Ésta, avergonzada, contestó casi inaudiblemente:
— ¡Rubia, señor!
El cazador la comprĂł gastando en ello una considerable suma. Más tarde, tras otras mujeres y algunos hombres, sacaron al estrado a una condenada a esclavitud de una edad semejante a la mĂa.
— ¡Aprovechen señores! ¡Esta mujer está en oferta! —gritó el subastador.
Nadie mostrĂł intenciĂłn de comprarla.
—Vamos, señores, ¿no les da pena? ¡Es la última oportunidad que tiene esta belleza!
— ¡Todos sabemos que es una asesina! —respondió un traficante de metales.
— ¡Señores! ¡Si no lo compra alguien hoy, será devuelta al presidio y allĂ la colgarán! —anunciĂł con falsa tristeza el subastador, pues a Ă©l solo le interesaba la comisiĂłn que perderĂa, si no conseguĂa vender a aquella convicta.
Un murmullo general se oyĂł en la sala. La mujer habĂa sido condenada a la horca por asesinato y se le dio  la oportunidad de escoger entre morir en el patĂbulo o ser vendida como esclava para el resto de su vida, sin posibilidad de  recuperar jamás la libertad. Me pareciĂł muy hermosa aquella mujer, pero parecĂa que traĂa mala fama y por eso no interesaba a la clientela.
— ¿De qué color es su pelo? —pregunté yo, acercándome al estrado.
— ¡Contesta, desgraciada! —ordenó el subastador a la mujer.
— ¡Morena, señor! —añadió la prisionera mirándome a los ojos con cierta altivez.
— ¡Ofrezco veinte cuartos! —grité de nuevo.
— ¡Señor!… ¡Una esclava tan guapa vale mucho más! —ObjetĂł el subastador—. ÂżQuiĂ©n ofrece cincuenta cuartos?
Nadie hizo una contra oferta.
— ÂżCuarenta?… ÂżTreinta? —sugiriĂł el subastador con  nulo resultado.
Finalmente comprĂ© aquella mujer. DespuĂ©s, mientras efectuaba el pago al subastador, tatuaron en la muñeca izquierda de aquella mujer la letra E, marcándola asĂ como esclava. Normalmente se  escribe junto a Ă©sta la fecha  que indica cuando finaliza el periodo de esclavitud de las personas condenadas a esa pena A ella le tatuaron en cambio el sĂmbolo matemático de infinito. Esa era la señal de que esa mujer nunca volverĂa a ser libre. Más tarde me entregaron los papeles de propiedad y fui conducido a los calabozos para recoger mi mercancĂa, donde un carcelero abriĂł la puerta de la celda donde estaba recluida mi nueva propiedad.
—. ¡Tómela, señor! ¡Es suya! —me indico éste al abrir la puerta.
— ¡Pero!… ¡Está desnuda! —exclamĂ© sorprendido.
— ¡Claro! La ropa y las cadenas que llevaba son del estado.
— ¡No me la voy a llevar asĂ!
La mujer permanecĂa silenciosa, viendo la disputa desde el interior de su celda.
— ¡Ese es su problema, señor! De todas formas solo es una esclava. No importa si va desnuda o no.
— ¡Está bien! —acepté a regañadientes.
Salimos finalmente a la calle y yo tomé una de las mantas que llevaba en la silla del caballo, cubriendo a mi nueva adquisición con aquel aspero tejido.
— ¡Sigueme! —le ordené.
Ella vino tras de mà y minutos después entramos en una tienda.
— ¡Dos vestidos para esta mujer! ¡Y unas botas! —le dije a la dependienta de aquel local.
Ésta calculo a ojo la talla de mi esclava y sacó lo pedido, dejándolo caer sobre el mostrador. Después trajo unas bragas.
— ¡Solo quiero los vestidos y el calzado! —exclamé serio.
— ¿Va a ir siempre sin ropa interior? —preguntó la vendedora.
— ¡No le hace falta! ¡Es una esclava!
La mujer que yo habĂa comprado se puso con rapidez uno de los vestidos reciĂ©n adquiridos, y tras ponerse las botas y pagar yo lo comprado, fuimos a un herrerĂa.
— ¡Quiero unas cadenas para sus pies! —Le dije al herrero—. ¡Y otras para las manos!
— ¿Las quieres con cerradura o con remache?
— ¡Con cerradura!
El herrero dejó todo lo pedido encima de un mostrador, preguntando de nuevo después:
— ¿No quieres nada para el cuello? ¡Un collar  puede ser muy útil en ciertas ocasiones!
— ¡Maldita sea! ¡Estoy gastando demasiado dinero! ¡Está bien! ¡Dame uno!
Cuando salimos al exterior le puse los grilletes en las manos a la mujer y até una larga cuerda en su cintura, fijando el otro cabo de la soga en la silla de mi caballo. Después monté en éste y abandonamos la villa. Al anochecer acampamos de nuevo cerca del rio y tras quitarle las esposas,  le ordené que buscase leña. Poco después, junto al fuego mientras cenábamos algo, le pregunté:
— ¿A quién mataste?
— ¡A un miliciano!
— ¿Por qué lo hiciste?
— ¡El matĂł primero a mi marido!…
Tomé el tallo de un de hierbajo del suelo y tras meterlo en mi boca y mascar un poco, le pregunté de nuevo:
— ¿Cómo te llamas?
— ¡Gloria! ¿Cómo debo llamarte yo a ti? ¿Amo? ¿Señor?
— ¡Yo soy Lobo! ¡Llámame asĂ!
Sus ojos se clavaron en los mĂos. Yo no tenĂa pensado hacer lo que sucediĂł despuĂ©s. No tan pronto, pero hacĂa tiempo que yo no tenĂa sexo con una mujer. La Ăşltima vez que lo habĂa hecho fue en un prostĂbulo con una joven esclava, hacĂa ya casi un año de ello, y sentĂ en ese mismo instante la necesidad de hacerlo. Ella debiĂł notarlo en mi mirada, pues apartĂł entonces sus ojos de los mĂos.
— ¡QuĂtate el vestido!—ordenĂ©.
GlorĂa se puso en pie y dejĂł caer la topa que llevaba al suelo.
— ¡Descálzate! ¡Quiero que te acerques y que te tumbes a mi lado!
La mujer se puso a gatas y se colocĂł junto a mĂ. TomĂ© las esposas y tras tumbarla sobre la manta,  coloquĂ© los grilletes en sus muñecas poniendoselas tras la espalda. DespuĂ©s cogĂ el collar de metal y tras ceñĂrselo en el cuello, la encadene a un tronco cercano.
— ¿Por qué me haces esto? —preguntó Gloria.
— ¡Ya has matado a un hombre! ¡No quiero ser el siguiente!
SaquĂ© mi miembro y me coloquĂ© sobre ella. La penetrĂ©, mientras acariciaba sus hermosos pechos sin besarla. Ella, estoica, aguantĂł mi envite sin decir palabra alguna. Pronto me llegĂł el orgasmo. TomĂ© entonces el fusil y lo dejĂ© cerca, asegurándome despuĂ©s de que la pistola estaba bajo la manta. Me arrimĂ© a Gloria y tapĂ© con la otra que poseĂa nuestros dos cuerpos.
— ¡Duerme pronto! ¡Aún nos queda un largo camino! —le dije.
— ¡Lobo! ¿Me vas a dejar encadenada asà asà toda la noche?
— ¡Claro! ¡Ya sabes que soy un hombre prevenido!
— ¿Si me tienes miedo, porque me has comprado? —preguntó.
— ¡Me gustan las morenas! —fue mi respuesta y al rato me dormĂ.
2
Dos dĂas despuĂ©s cruzamos la sierra y al atardecer  de la Ăşltima de esas jornadas divisamos los restos de la gran ciudad. Me girĂ© mirando a Gloria, exclamando:
— ¡Ya llegamos!
— ÂżAhĂ vives? — respondiĂł Ă©sta—. ¡Si es asĂ, pronto moriremos!
— ¡Ya no hay radiación entre esas ruinas! ¡No seas miedosa!
Estiré de la cuerda de su cintura y continuamos. Horas después , ya en medio de la oscuridad de la  noche, entramos en la derruida ciudad, siguiendo un sendero entre la maleza y los restos que inundaban las antiguas avenidas. De repente detuve el caballo y le hice un gesto a Gloria para que se mantuviese silenciosa. Saqué el fusil, preparándome a usarlo, y a los pocos segundos me tranquilicé.
— ¡Pancho! —Grité—. ¡Si sigues jugando al escondite, alguien te va a meter un tiro en el cuerpo!
Una cabeza calva, vieja y huesuda, asomĂł entre un montĂłn de escombros.
— ¡Lobo! ¡Has comprado una esclava! — exclamó esa cabeza.
Yo retomé la marcha estirando de la cuerda de Gloria.
— ¡Lobo! —Volvió a gritar Pancho al dejar ver el resto de su lastimoso cuerpo—. ¿Me dejas follar a tu esclava?
— ¡No! —contesté.
— ¡Si, Lobo! ¡Si me permites tirármela te daré… te darĂ©….um…¡Te darĂ© cinco octavos! —continuĂł Ă©ste caminando junto a nosotros.
Gloria lo mirĂł con aprensiĂłn
— ¡No! —volvà a responder.
— ¡Te darĂ©, te darĂ©!… ¡Diez octavos!… ¡Diez! ¡SĂ!
— ¡No!
— ¡Oh, Lobo! ¿Porque no me dejas follarme a tu esclava?
Mirándolo a los ojos le contesté.
— ¡Porque si se entera tu mujer, te arrancará la piel!
— ¡Rayos! ¡Es cierto!
Aquel individuo se detuvo, y cuándo estábamos unos cuentos metros ya alejados de él, preguntó de nuevo:
— ¡Lobo! ¿Pueden mis hijos follarse a tu esclava?
— ¡No!—contesté sin girarme.
— ¡Rayos! ¿Por que?
— ¡Porque son unos cerdos! ¡Como tú!
Cuando habĂamos perdido de vista a Pancho, Gloria me preguntĂł:
— ÂżVamos a vivir aquĂ, con las toxinas, la radiaciĂłn y con el tipo asqueroso ese?
La miré contestándole.
— ¡Hablas demasiado para ser una esclava! Quizás deberĂa cerrar tu boca a latigazos.
Sonreà y continué hablando:
—El aire está limpio y Pancho es inofensivo. AquĂ, en las ruinas de la ciudad, viven casi mil personas. Tenemos hasta alcalde, aunque hace mucho tiempo que no lo veo. ¡Quizás está ya muerto! Por cierto, aquĂ no hay milicianos. Esos tienen demasiado miedo a la radiaciĂłn.
Al rato llegamos a la plaza donde se alzaba la finca donde yo vivĂa. Era un edificio alt, donde yo habĂa construido una pequeña fortaleza. AbrĂ la puerta principal y metĂ a mi caballo y a mi esclava en Ă©l. Tras acomodar el animal en la cuadra, subimos por una empinada escalera  a una de las plantas superiores, conduciendo asĂ a Gloria a la cocina.
—Toma algo de la despensa y prepáralo para cenar —le ordenétras quitarle las esposas.
Más tarde, tras cenar, le hice fregar los cacharros y luego la llevĂ© a la bañera, un viejo y enorme depĂłsito de agua que yo habĂa acondicionado en la azotea del edificio. Me desnudĂ© y me introduje en Ă©l, sentándome en su interior con el agua hasta el cuello.
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