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Toy Boy de Corelia Lane pdf
Toy Boy: Dominación, obsesión y erotismo de Corelia Lane pdf descargar gratis leer online
los días de admiración como demandante ajustaron en seguida para jude larson. ahora es un respetado artesano con innúmero bienes y exigua incitación para trasladarse. su antisociable subsistencia altera de prontamente cuando celebra a un extranjero maquinal para su colección de carricoches de esplendidez.
terry es cordial en su julepe, pero es un inmaduro insumiso, pedante y furiosamente gitanería. no morosa en convertirse en una inquietud atrevida para el acaudalado. un tomo y una competición encubierto le dan la salvación rotunda para ponerle la manatí a su indeliberado, de alinea exacto.
cuando el aceptado aclama a la hueco renovando todos los rebatos envueltos, su nuevo toy boy aparenta la asombrosa índice de manumisión para jude.
evaluación de las autoras:
esto es una obra literaria. está título con la resolución de suspender, no de respirar ciertas orientaciones o romantizar la crimen. en la falsedad, las enmarañas de entrañas (o de amor-odio) suelen rebosar bien por borrosas que cuesten, pero la franqueza es muy precisa.
una semejanza que instituye como la de esta novela siempre va a ser toxina, eventual y desigual. aunque posea comezón. aunque coja beneplácito.
en cualquier familiaridad real donde asomen los conjeturas toyboy, sugar baby, sugar daddy o sugar mummy hay fondo dos prismas de desigualdad: la extensión y el facultad adquisitivo. una revocada de tornillo, un lavado de atrevimiento de la meretricio y los facultades dónde siempre va a expatriarse perdiendo la exacta parte.
utiliza ojeando, pero no lo omitas.
Introducción
Para quienes poseen un nivel adquisitivo elevado, cualquier lugar es apto para los negocios, incluido un velatorio. Bill Sanderson había sido un magnate del mundo de la moda, apreciado por sus personas cercanas y más aún por sus asesores. Solo despilfarraba a la hora de sentarse a comer: el único exceso y también el que le llevó a la tumba. Tras pasar un tiempo prudencial y repartir sentidos pésames, varios hombres salieron al jardín del tanatorio para fumar, recordar a Bill y hablar de sus negocios.
Frank Standford se acercó a Jude Larson y le ofreció un Zippo dorado antes de que sacara el suyo. Hacía un tiempo que no se veían, desde que Frank le vendió un MGB Roadster del 64 que era calcado al primer coche que tuvo, pero Jude tenía el mismo buen aspecto de siempre: atlético y atractivo, no había perdido la planta de actor, como si la presencia viniera con la profesión. Ahora que era productor, con treinta y cinco años y sin rastro de canas en sus sienes rubias, esa presencia se había consolidado hasta convertirse en autoridad y un aura inaccesible que le confería misterio.
—Siempre pensé que los habanos acabarían conmigo antes de que la carne lo hiciera con él. Era uno de tus principales accionistas, ¿verdad? —saludó Frank a su viejo amigo.
No era demasiado aficionado a los habanos, pero Jude era muy consciente del valor de las relaciones en su mundo. Aceptar y fumarlo con Frank era tan importante como acudir al funeral de Bill. Su muerte resultaba más molesta que triste para el productor, al que no le unía más lazo que el dinero con el difunto.
—Eso me temo. —El productor prendió el Zippo y encendió el puro, tomando una larga calada hasta hacer brillar las brasas en el extremo. Una densa nube de humo flotó entre los hombres, velando los ojos grises de Jude antes de dispararse—. Es una pérdida notable para la productora. Y también para mí.
—Era un buen tipo —suspiró Frank con la vista clavada en los álamos que rodeaban la verja, repletos de primaverales hojas verdes. Se preguntó cuántas veces habían escuchado esas mismas palabras—. Supongo que necesitas un nuevo accionista. Y yo necesito un favor. Una minucia, en realidad.
—¿Me estás ofreciendo un trato? ¿De qué minucia hablamos? —preguntó Jude con cierto interés.
Frank saludó con un movimiento de cabeza a otro asistente y dio una suave calada al puro, cerrando los ojos como si disfrutara del aroma.
—Tengo un sobrino… Mi hermano murió hace años y mi cuñada, bueno, nunca nos ha pedido ayuda económica, salieron adelante, pero el chico no quiso estudiar. Ahora acaba de cumplir veintiuno y se ha ido de casa. Mi cuñada está desesperada con él… y se ha puesto pesada con que le dé trabajo.
—¿Y qué puedo hacer yo para que deje de molestarte? —Jude arqueó una ceja, sin comprender a dónde quería llegar.
—El otro día en el club te escuché comentar que tu mecánico se había jubilado. El chaval es bueno con eso, muy bueno, lo he comprobado. Fue lo único que aceptó hacer, una formación técnica de dos años. Puede que un trabajo en una mansión como la tuya le haga tener aspiraciones de una maldita vez.
Jude tomó una larga calada del puro. La jubilación de Patrick había dejado sin mantenimiento a sus coches por demasiado tiempo. Le costaba confiar en la gente y la carta de presentación que Frank le había detallado no terminaba de gustarle. Por otra parte, recuperar con esa rapidez a un accionista de la talla de Bill era más que conveniente para sus negocios.
—Así que tú compras las acciones del bueno de Bill y, en agradecimiento, yo empleo al muchacho. No es un mal trato, pero sabes que cuido mucho mis coches, ¿crees que un novato estará a la altura?
—Ponle a prueba. En realidad no tienes nada que perder, lo peor que puede pasar es que te lo pienses demasiado y las compre otro o no lo haga nadie.
La gente comenzaba a marcharse o a regresar al interior del velatorio.
—Me fío de sus habilidades. Te seré sincero, me preocupa más su carácter de mierda. Pero no es como si te estuviera sugiriendo que le invitaras a cenar, ¿no? ¿O pasabas mucho tiempo con tu anterior mecánico?
—Tenía buena conversación, pero puedo vivir sin cruzarme con el servicio. —Jude se encogió de hombros. Suspiró y le tendió la mano en señal de acuerdo—. Está bien. Prefiero esas acciones moviéndose cuanto antes. Y también que el chaval empiece a trabajar. Puede pasarse mañana por la tarde por mi casa. No tiene que traer nada, en el taller tengo todo lo necesario.
—Mejor el lunes, así le daré a su madre tiempo para encontrarlo. Por la otra parte del acuerdo no te preocupes, llamaré a mi gestor en cuanto llegue a casa y mañana mismo lo tendré organizado —respondió Frank devolviéndole el apretón con demasiada prisa para el gusto de Jude.
Antes de que pudiera pensárselo de nuevo, uno de los familiares de Bill se dirigió a él. El momento de arrepentirse había pasado… y parecía un trato favorable. A fin de cuentas Frank no dijo nada sobre un contrato blindado.
1.
El lunes amaneció despejado en Surrey Hills. Desde una de las muchas terrazas de la mansión, Jude tomaba un café humeante y oteaba el camino que serpenteaba hacia la verja de hierro de la finca. Aquel lugar suponía una especie de oasis para él, aunque no había renunciado a la comodidad de su casa en Londres cuando se trataba de trabajo, hacía tiempo que Highgrove Manor se había convertido en su hogar. Se trataba de una mansión de estilo restauración que databa del siglo XVII y cuyos extensos jardines y vestigios de edificios medievales le enamoraron a primera vista. La fachada principal se abría a la campiña con un sinfín de hileras de ventanales y el lucido amarillo daba nueva vida a la edificación, que destacaba entre bosquecillos de hayas y zonas ajardinadas.
La casa estaba lo suficientemente lejos de Londres para no ser demasiado accesible, y lo suficientemente cerca como para atender las responsabilidades de ser el dueño de una de las productoras más potentes de Reino Unido. Jude tenía muchas razones para sentirse orgulloso, pues todo lo que poseía lo había conseguido de la nada. Su corta y fulgurante carrera como actor fue solo la chispa y aunque un desafortunado accidente la cortó de raíz y pudo perderlo todo, supo jugar sus cartas a tiempo para garantizarse una vida de riqueza y comodidad. Eso no impedía que cada mañana despertara con un incómodo hueco en el pecho y la sensación de que, después de todo, había malgastado su vida y tirado por el sumidero lo que de verdad importaba.
Las primeras nubes del día empezaron a cubrir el sol de forma intermitente, haciendo brillar el verdor de bosques y praderas o apagándolo a su antojo. Jude sacudió la cabeza, apartando cualquier pensamiento sombrío de ella. Miró el reloj de su muñeca y chasqueó la lengua. Ya pasaban de las nueve de la mañana y la impuntualidad le ponía nervioso. No era la mejor manera de comenzar, pero no podía romper el trato con Stanford sin darle una oportunidad al menos. Eran y cuarto cuando vio al taxi acercarse a la verja exterior. Tuvo tiempo de sobra para bajar y abrir la puerta principal. El muchacho que encontró ante él le miró de arriba abajo como si las tornas hubieran cambiado y Jude fuera el que aspiraba a un trabajo. Hubiera sido difícil discernir si lo que vio le agradó, porque su gesto parecía anclado a una mueca de hartazgo vital.
—Soy Terry. El mecánico.
No estaba arreglado para la ocasión. Llevaba una camiseta de tirantes con el dibujo irreconocible de puro viejo, unos pantalones anchos hasta la rodilla y una chaqueta atada a la cintura de mala manera. A decir verdad, ni siquiera era probable que se hubiera peinado. El pelo corto rubio y ondulado le daba un aspecto juvenil y desubicado. Tenía profundas ojeras. No esperaba algo así del sobrino de Stanford. Parecía un sin hogar… Uno de esos jóvenes que se reunían en los parques para fumar marihuana y beber hasta que la policía los echaba. Por su aspecto, ni siquiera apostaría por que supiera lavar su propia ropa.
—Llegas tarde. La puntualidad es imprescindible en este trabajo. —Jude no se quedó corto con la mirada juiciosa con la que le escaneó.
—Sí, bueno. —El chico se metió las manos en los bolsillos y dejó los ojos azules clavados en los suyos—. Esto está lejos. ¿Vamos a ver los coches?
En circunstancias normales Jude habría despachado al niñato sin darle ninguna oportunidad, pero tuvo que reprimir el impulso. Impulso que se transformó en un hormigueo caliente en sus venas cuando Terry le mantuvo la mirada. Tomó aire discretamente y señaló en dirección al sendero lateral.
—Acompáñame —espetó camino al garaje—. ¿Tienes experiencia con coches antiguos? ¿Has trabajado en algún taller?
—Las prácticas. Hace un mes o dos hice que el Land Rover Defender de mi tío Frank pudiera moverse. Lo tenía solo de adorno, cogiendo polvo. Ahora lo tiene igual, pero podría sacarlo a la carretera si quisiera.
Terry miraba la mansión mientras caminaban. Si estaba impresionado por el lujo, tampoco dio muestras de ello. Había una jardinera arrancando malas hierbas entre los parterres de flores del jardín delantero. Cuando giraron por una esquina pudo comprobar que el trasero contrastaba enormemente con la disposición ordenada y controlada del primero. Había varios bosquecillos de hayas y una pequeña ermita en uno de los extremos. Cerca de la casa, en un lateral, había una nave con los muros cubiertos de hiedra a la que Jude guió al chaval. Pulsó el botón de un mando que guardaba en el bolsillo y la enorme puerta metálica del edificio se desplazó a un lado sin apenas hacer ruido. El olor característico de los talleres, a aceite, caucho y gasolina brotó como un aliento familiar del interior.
La colección era digna de un museo. A ojo debía haber unos treinta coches en un recorrido temporal que iba desde finales del siglo XIX a los coches eléctricos más modernos. Lotus Cortina, Rolls-Royce, Austin Seven, varios Minis… Una variedad de modelos y de colores perdidos bajo techado. En el fondo de la nave algunos permanecían cubiertos por lonas, esperando su turno de recibir la atención debida.
—No tienes lo que llamaría una experiencia dilatada —comentó Jude.
—Ni falta que hace. No la necesito para ser el mejor, es innato —replicó el chico paseándose entre las separadas hileras. Al fin se podía ver un cambio en su expresión, aunque fuera mínimo. Una sonrisa apenas existente, un brillo interesado en los ojos—. Están impecables, al menos por fuera. Supongo que mi trabajo es mantenerlos así. Pero son muchos. Mucho trabajo… no va a ser barato, aunque supongo que eso a ti te da igual.
—A usted —le corrigió Jude, severo— le dará igual. No sé qué consideras tú caro, en cualquier caso no es elegante esa puntualización. El sueldo base es de cuatro mil libras al mes, con dos pagas extra al año y treinta días de vacaciones. Seis horas al día y fines de semana libres. Pero este puesto exige completa dedicación: quien trabaja aquí, no trabaja para nadie más… Y es serio cumpliendo los horarios y las metas. ¿Te parece lo suficientemente caro?
—Las metas son mi especialidad… —Terry había llegado a la zona de las herramientas y volteó una llave inglesa en la mano—. ¿Por dónde empiezo?
Jude señaló uno de los coches más modernos. Era un precioso descapotable blanco cuyas ruedas no tenían mayores señales de uso que unas zapatillas recién estrenadas. No las tenía todas consigo, aunque la resolución del muchacho logró apuntar un tanto a su favor. Tenía trabajo que atender y no podía pasar la mañana allí evaluando lo que hacía, pero volvería más tarde para ver si sus habilidades estaban a la altura de lo que se esperaba… Y solo en ese caso le entregaría el contrato para que lo firmase.
Antes de marcharse con cierta desazón, vio como Terry recogía herramientas. No había terminado de entrar en la mansión cuando escuchó el sonido del motor, zumbando con suavidad.
Tuvo que pasar un buen rato atendiendo llamadas en su despacho hasta que cayó en la cuenta de lo que le había extrañado al salir: Terry había arrancado el Bentley, pero él había olvidado darle las llaves. Colgó dejando con la palabra en la boca a uno de sus asesores y regresó al taller para dirigirse al chaval como una locomotora fuera de control.
—¡¿Le has hecho un puente a mi Bentley?!
El mecánico estaba de espaldas a él, inclinado mientras hurgaba en el motor. Este estaba apagado, pero emitía calor. Terry se había quitado la camiseta y en sus costados ya se apreciaban algunas líneas de grasa.
—Ajá —contestó sin volverse.
La indignación dejó a Jude sin palabras. El dedo índice, con el que pretendía darle más énfasis a su enfado, en alto. Sin embargo, no solo era indignación lo que le dejaba clavado en el lugar. Sus ojos se detuvieron en las manchas de grasa sobre la piel cremosa del joven y siguieron la forma de los músculos de su espalda, que se tensaban y relajaban según trasteaba en el interior del coche. Podía ver los dorsales marcarse en su costado, cada ondulación bajo la piel. Y la forma perfecta de los glúteos a los que ahora se pegaba la tela de los anchos pantalones. Reaccionó cuando sintió que la sangre comenzaba a acumularse entre sus piernas, sorprendido por lo que estaba ocurriendo.
—¿Qué pasa? ¿Eres un delincuente juvenil? —inquirió bajando la mano. Centrarse en su enfado no fue tan difícil.
—¿Acaso he robado el coche? ¿Cómo quería que lo abriera sin llaves? Pensé que era parte de la prueba. Para ver si tenía iniciativa o algo así.
—No era ninguna prueba. —Jude cerró los ojos y se pinzó el puente de la nariz, imponiéndose control—. Date la vuelta y mírame, soy yo el que te está hablando, no el Bentley.
Si hubiera tenido un espejo a mano habría podido ver como el mecánico ponía los ojos en blanco. Al no tenerlo, solo se encontró con la mirada bovina y hastiada que le había recibido horas antes. El aspecto de rumiante aburrido era mayor, porque Terry masticaba chicle de forma ostentosa.
—¿Qué?
—¿Dónde has aprendido a hacer eso? —Jude señaló el coche. Hizo un esfuerzo consciente para no mirarle el pecho desnudo—. Y no me mientas. Quiero saber a quién meto en mi taller.
Terry le observó como si acabara de bajarse de una nave espacial.
—En la formación. A veces el problema del coche es que la llave no hace contacto. Cualquier mecánico sabe encender un motor sin llaves —dijo sin esconder la condescendencia.
La mirada inquisitiva de Jude dejó claro que no le terminaba de creer. Se plantó de dos zancadas ante la vitrina junto a la mesa del taller, la abrió con brusquedad y sacó unas llaves. Esta vez se acercó más a él para agitarlas ante su cara.
—No era tan difícil encontrarlas.
—Pues igual de difícil que habérmelo dicho.
Jude cerró el puño alrededor de las llaves y apretó como si fuera a estrellarlo contra la cara de Terry. Bajó bruscamente la mano y señaló a la salida, furioso.
—Fuera de aquí. No quiero impertinentes trabajando para mí —espetó.
—Bueno. Pero he trabajado dos horas, el coche está impecable y no tengo dinero para el taxi…
No parecía molesto, de hecho incluso se notaba satisfecho.
—No hemos firmado ningún contrato, pero no soy ningún miserable. —Jude sacó dos billetes de cincuenta libras de su cartera y prácticamente se los tiró a la cara antes de irse.
No se quedó a comprobar que se marchara. Los de seguridad se encargarían de que todo estuviera en orden. Salió dando largas zancadas, con el corazón retumbando en los oídos y la mirada hastiada de Terry ardiendo en su cabeza. Le habría golpeado. Habría hecho cosas completamente fuera de lugar. El enfado latía junto a algo más y eso le enervaba.
Una vez en su despacho trató de serenarse, pero la imagen del muchacho no dejaba de acudir a su mente y apartarla del trabajo. Los labios carnosos, la mirada directa, ese carácter provocador que pedía a gritos un correctivo. Si pensaba demasiado en los detalles la sangre se le aceleraba y volvía a acumularse en el punto de tensión entre sus piernas. Y eso le desconcertaba. No recordaba la última vez que había sentido algo parecido. ¿Por qué estaba reaccionando así ante alguien de tan poca clase y con ese carácter desagradable? Desde luego, esa carita luciría mejor amordazada.
—¿En qué diablos estoy pensando? —se recriminó de inmediato, sintiendo que el enfado crecía.
Tenía que llamar a Frank, pero decirle lo que pensaba en ese momento era de todo menos elegante. Decidió descargar su tormentoso ánimo en el gimnasio y dejar la llamada para el día siguiente.
Fue una noche agitada. Estaba desayunando mientras leía las noticias cuando Frank se adelantó, haciendo vibrar el teléfono en el bolsillo de su chaqueta.
—Jude…, ¿cómo te va? Acabo de hablar con mi cuñada. Supongo que debería disculparme.
—Me advertiste. El chico parece tener mano con la mecánica, pero no sabe frenar su lengua ni comportarse. Esto no es una guardería, Frank.
—Lo sé, lo sé… y te entiendo, he tratado con él más que tú. Pero sinceramente, Jude, ¿acaso esperabas que hiciera un trato millonario poniendo como única condición algo que fuera sencillo?
Era muy consciente de lo que perdía rompiendo el trato. Encontrar nuevos accionistas que fueran tan fiables como Frank iba a requerir más esfuerzo y quebraderos de cabeza de los que el mecánico le pudiera ocasionar.
—En absoluto. Me cuesta creer que ese chico se haya criado en tu familia, si te soy sincero.
—Yo no dije en ningún momento que se criara en mi familia. Mi hermano siempre fue por libre. Mi cuñada lo ha criado sola… y se pasa la vida trabajando. Supongo que pensaba que eso le serviría de ejemplo sin necesidad de otras cosas, pero le ha salido el tiro por la culata. —Hubo una pausa—. Piénsatelo, Jude. En el fondo no es tan terrible, ni siquiera tienes que verlo. Incluso podrías pagarle un sueldo mínimo de aprendiz, por media jornada, y encontrar a alguien que sea de tu agrado para la otra media. —La nueva pausa fue más larga y estuvo interrumpida por el sonido del Zippo—. Y si tienes que partirle la cara para que entienda que es por su bien, tampoco es como si pudieran pagar abogados mejores que los tuyos.
Jude se detuvo a pensar. De hecho, se había pasado la noche sin poder sacarse a Terry de la cabeza y su determinación de no admitirle flaqueó con la última frase de Frank. ¿Iba a mandar al traste un acuerdo millonario por no ser capaz de poner en su sitio a un niñato?
No lo creía.
—No. Trabajará las horas estipuladas y le pagaré el sueldo acorde al puesto. Hizo un buen trabajo con el Bentley —dijo al fin con una calma que no sentía en absoluto—. Espero que este susto le haya servido para reflexionar, pero con tu beneplácito no dudes de que le daré un par de lecciones si no ha sido el caso.
—Dudo que se lo haya tomado como un susto, pero me alegro de que le des otra oportunidad. Mañana mismo lo tendrás allí. Eres un tipo sensato, amigo. Nos vemos en el club.
Tras colgar, Jude no se sintió sensato en absoluto. La excitación que había despuntado durante la noche volvió a agitarse en su interior con la perspectiva de volver a tener al mecánico allí. ¿Había cedido por el trato o saber que el muchacho podía estar a su merced era demasiado tentador para dejarlo pasar? Estaba lejos de ser la decisión más sensata que hubiera tomado en su vida.
Al día siguiente no fue su despertador lo que le sacó de las brumas del sueño, sino el sonido inconfundible del motor de su Ferrari. La terraza de la habitación que solía usar en primavera daba a la parte trasera del edificio, que en los días soleados se llenaba de luz desde primera hora. Desde allí pudo ver a Terry, enfundado en un mono azul, comprobando la presión de las ruedas.
Apoyó los brazos en la balaustrada y observó lo que hacía. Esta vez se había adelantado a su hora de entrada, no era lo ideal, pero lo prefería a que llegase tarde. Aún despejándose y ataviado con los pantalones de seda con los que dormía y una fina bata que tapaba sus brazos, Jude se limitó a observarle desde las alturas sin temor a ser cazado. Al menos era concienzudo. Nadie le había pedido que tocara ese coche y estaba claro que lo había escogido por gusto, pero sabía lo que se traía entre manos. Cuando acabó con los neumáticos revisó el aceite y limpió los filtros uno por uno, tarea que le llevó el tiempo suficiente para que Jude sintiera protestar a su estómago. Estaba a punto de marcharse a desayunar cuando Terry volvió a dejar al aire su torso, atándose el mono a la cintura. Así que decidió quedarse un rato más a disfrutar del espectáculo. La decisión estaba tomada y si iba a tenerle allí comportándose como un crío maleducado, al menos lo compensaría con las vistas.
La sorpresa inicial que le causó su propio interés se convirtió en curiosidad. No era la primera vez que un hombre le atraía, pero hacía mucho tiempo de eso y su vida era tan desordenada y caótica entonces que ni siquiera lo recordaba con claridad. Se había acostado con algunos en las fiestas llenas de excesos tras un rodaje o un estreno exitoso, pero jamás le había pasado algo así fuera de ese contexto. No había vuelto a ocurrir en, al menos, diez años.
Observarle parecía un placer en sí mismo, semejante al de mirar una pieza valiosa en una colección de arte, pero muy distinto al mismo tiempo. Ninguna colección le había provocado jamás una erección.
Sobre el techo bajo del Ferrari, el teléfono de Terry les sacó a ambos de sus pensamientos. Le vio alejarse del tubo de escape, ir a cogerlo y detenerse a pensarlo por un instante, mirándose las manos. Acabó apretando la punta de la nariz contra la pantalla y volvió a lo que estaba haciendo. Incluso con el manos libres Jude tuvo problemas para escuchar a la persona que estaba al otro lado, pero oía a Terry a la perfección.
—Hey, Kevin. No, no podré ir hasta el viernes. Porque he conseguido un trabajo. —Le vio ir hasta la alargada mesa y coger unos guantes—. Qué va. En una mansión, con coches de lujo.
Las risas al otro lado fueron tan escandalosas que Jude llegó a atisbarlas como un rumor lejano. Terry estaba abriendo las puertas del coche.
—Me importa una mierda que te lo creas o no. —Una pausa—. Ya te dije que mi tío tenía mucha pasta. No sé. Hace tiempo estuvo liado con mi madre y supongo que quiere ganar puntos para repetir. Es un gilipollas y un mierda. Sí, mi jefe es otro gilipollas, pero al menos los coches son una pasada.
En la terraza, Jude arqueó exageradamente una ceja y negó con la cabeza. El único que se había comportado como un gilipollas era el muchacho, pero su actitud en ese momento, sin saber que estaba siendo observado, le hizo gracia. Esperó apoyado en la balaustrada, con una pose casual, a que Terry volviera la mirada y descubriera que le había escuchado.
—De todas formas no podré hacer nada hasta que no vuelva a tener coche, si hasta tengo que venir a trabajar en autobús. Pues un mes. Con el sueldo de un mes puedo ir al desguace y buscar algo que me sirva.
Terry se apoyó contra la puerta y al fin elevó la vista, sin hacer ningún gesto de extrañeza.
—Te dejo que me está mirando desde el balcón, medio en pelotas. —Una pausa—. Ni tan mal para ser un viejo, fue actor o algo. Venga, hablamos el viernes.
Tras colgar, le saludó con la mano con total descaro.
La respuesta fue una mirada penetrante y un silencio ambiguo. Jude le dio la espalda y regresó a la habitación. La actitud de Terry removía algo dormido en su interior. Su rebeldía le provocaba un intenso deseo de domarlo.
No iba a ser fácil, pero la situación era favorable y podía tomarse su tiempo.
2.
La vida de Terry ya era rutinaria antes de empezar a trabajar, aunque de un modo bastante distinto. Irse de casa no fue un paso importante hacia la adultez. Vivía en un piso con varios amigos y ni siquiera pagaban alquiler, pues pertenecía a la abuela de uno de ellos. La anciana solo sabía que a cambio de pasar allí los meses cálidos, su nieto se encargaba del mantenimiento, de ventilar y regar las plantas de la azotea. Ignoraba que allí se alojaran cuatro personas, que los fines de semana esa cifra solía pasar de diez y que sus plantas de siempre tenían nuevas y aromáticas compañeras. Antes de empezar a trabajar Terry se levantaba a la hora de comer, revisaba cuánto dinero quedaba en la humilde cuenta de ahorros a la que al fin tenía acceso y, según las ganas, hervía pasta o pedía pizza con los demás. Si llovía se quedaban en casa, si el tiempo acompañaba, salían a las afueras con los coches. Al menos hasta que destrozó el segundo. Sabía que no podría pedir dinero en casa, que de hecho, hacía falta. Mucho más de lo que podía conseguir con un trabajo de mierda y un sueldo mínimo.
Tener que madrugar cada mañana para coger el autobús fue un cambio chocante, sobre todo la primera semana. Con el paso de los días se hizo llevadero, debía reconocer que le gustaba estar allí, entre coches que nunca podría permitirse tocar si las cosas fueran distintas. Cada día se ocupaba de tres o cuatro y, pese a todo, no había llegado a poner las manos encima a varios de ellos. Hasta el momento ninguno tenía nada importante que arreglar y todo iba como la seda. Llegaba, los revisaba, tomaba algo por su cuenta a la hora de comer y continuaba. A veces la jardinera le llevaba refrescos.
Lo más gracioso era ver al ricachón en bata asomado en su balcón casi todas las mañanas. Le observaba con el ceño fruncido, esperando a que hiciera alguna estupidez. A veces las hacía. Nada que pudiera suponer una carta de despido, a su juicio. Silbaba, jugando a hacer malabares con las herramientas cerca de los cristales. Resbalaba a propósito en el aceite. Mojaba a las palomas con la manguera. Cuando se cansaba de su atención, salía por las amplias puertas de la nave y se sentaba en un banco de piedra pegado a la pared, casi cubierto de enredaderas. Allí encendía un cigarro y le mantenía la mirada, o hacía pompas de chicle. Aquello solía conseguir que Jude regresara tras las cortinas y Terry se sentía poderoso.
Una mañana especialmente calurosa tuvo que recargar la batería de un viejo Range Rover. Cuando estuvo listo descubrió algunos problemas en el motor y con el paso de las horas el lugar se convirtió en un infierno de humo caliente. Terry acabó por quitarse el mono y echarlo a un lado, trabajando en bóxer gris. Ya había terminado cuando vio acercarse a uno de los criados de Jude. Llevaba una bandeja con una jarra helada. El productor venía detrás.
El camarero dejó la jarra sobre una de las mesas de piedra del patio y se retiró a un gesto de su jefe. Jude solía vestir de traje, aunque por lo que había visto Terry no salía demasiado de la casa. Como siempre, lucía un afeitado perfecto y la media melena rubia bien peinada con la raya a un lado.
—El viejo Rover es el que más problemas da —comentó mientras servía el refresco en dos vasos. Tendió uno a Terry al acercarse al coche y pasó los dedos con delicadeza sobre el capó, con la mirada fija en el chico—. Patrick estaba harto de él, me aconsejó en muchas ocasiones que lo vendiera.
Terry agarró el vaso con avaricia y bebió hasta que la limonada le goteó por la barbilla, rodó por sus clavículas y le bajó por el pecho lleno de grasa.
—Pues Patrick no tenía ni idea porque ya funciona perfectamente. —Se limpió los labios con el dorso de la mano y le miró con un atisbo de sonrisa guasona—. Hoy se ha vestido para espiarme.
Los ojos grises de Jude siguieron el recorrido del líquido. Hizo una leve mueca, elevando apenas una comisura de sus labios y luego volvió a mirarle a los ojos. Al muy finolis debía darle asco.
—Necesitas supervisión. Creo que te han dejado demasiado suelto… —La mueca se convirtió en una sonrisa torva. Le tendió el vaso que se había servido para sí mismo—. Me sorprende que estés cumpliendo con tu compromiso. No has llegado tarde un solo día.
Terry agarró el vaso, aunque ya no sentía tanta sed y el trago fue sereno. Tenía la sensación de que ese idiota había ido a buscar cualquier excusa para gritarle, lo cual era irritante.
—Lo que necesita soltarse es este coche. Y otros. Lo que no se usa se estropea, ¿no sabe eso? —La idea le vino a la mente como el descorche de una botella de champán, e intentar frenarla antes de hablar fue igual de incontenible—. Yo podría sacarlos a respirar. Por un extra, claro.
—Por ese brillo de ansiedad en tus ojos parece más razonable pedirte algo a ti a cambio de disfrutar de ellos. —Jude rio por lo bajo. Le miró el pecho de nuevo y se lamió los labios—. Aunque el requisito principal es que no montes en ellos cubierto de grasa.
Fue en ese momento cuando Terry tomó conciencia de que las tornas habían cambiado. Era él quien estaba en ropa interior mientras Jude estaba vestido. Aguantarle la mirada ya no era tarea sencilla y peor aún, se sentía expuesto en lugar de poderoso. Arrugó la nariz y se dio la vuelta para señalar un bote de lavavajillas que reposaba entre la manguera y el desagüe del suelo.
—Me lavo todos los días antes de irme o hacer algo dentro. Lo que pasa es que entonces ya no está tan ocioso para perder el tiempo en el balcón.
—Es bueno saberlo… —Aún de espaldas, Terry sentía la mirada fija sobre él—. Bien. Lávate y usa a este viejo para que no se estropee.
La mayoría de las veces Terry era capaz de contener su entusiasmo, de ocultarlo hasta dar la sensación de ser imperturbable, incluso desdeñoso. Le gustaba tener esa imagen, que la gente pensara en él como alguien a quien todo y todos le resbalaban por igual. En ese momento lo tuvo difícil. Jude ya había demostrado saber atisbar detrás de la máscara. De todos modos, se contuvo, echó un vistazo al coche y se encogió de hombros.
—Bueno.
Tras pasar toda la mañana al sol, el agua de la manguera tenía una temperatura agradable. La dejó correr unos segundos, se llenó una mano de lavavajillas y lo esparció por brazos y pecho. Jude parecía tener interés en supervisar también ese paso, como si fuera de vital importancia que no dejase una mota de grasa en su piel. Cuando quiso darse cuenta, se había servido un vaso de limonada y bebía con la misma elegancia con que tomaría uno de whisky, con un codo apoyado en el capó del Rover. Terry no era consciente de estar ofreciendo un espectáculo gratuito, no con la mente puesta en conducir. Se lavaba como lo hacía siempre, quizá con más prisa, sin saber de la sensualidad que tenían sus movimientos para otros ojos; la forma en que el jabón se escurría por su cuerpo, el modo en que el agua transparentaba su ropa interior. Solo al acabar vio el fallo en el proceso.
—No tengo nada para secarme —dijo volviéndose.
Por lo general sobraba con el trapo, pero no sería suficiente.
—Puedes secarte al sol, no todos los días podemos disfrutar de él como hoy, ¿o tienes prisa?
—Si me resfrío no vendré a trabajar —rezongó el mecánico, abrazándose a sí mismo.
Jude le miró como si encontrara alguna clase de satisfacción en verle tiritar.
—No me pareces un chico tan delicado…
—Y a mí no me lo parece la tapicería del coche. Me subo mojado —dijo abriendo la puerta.
No pudo llegar a abrir del todo. La mano de Jude le detuvo, abierta en su pecho y caliente al contraste con la piel fría. Los ojos acerados atravesaron a Terry con la misma severidad con la que le había detenido.
—No vas a subirte mojado y medio desnudo a mi coche. —El productor cerró la puerta con el hombro, interponiéndose en su camino sin apartar la mano de sus pectorales.
Estar boquiabierto sin ser consciente de ello era una situación curiosa, al menos para el observador. Salvando a su madre, nadie mayor de veinte años, jamás, le había puesto la mano encima aunque solo fuera para evitar que hiciera algo. La indignación le subió amarga por la garganta, provocando que empujara a Jude sin pensar.
—¡Pues trae algo para que me seque!
El hombre no retrocedió. Su reacción fue inmediata y brusca: cerró la mano en su mandíbula y le obligó a levantar más la cabeza. Al encontrar resistencia, Jude se cernió sobre él, amenazando con hacerle daño si solo apretaba un poco más los dedos.
—No te atrevas a alzarme la voz —espetó. Había algo peligroso en sus ojos, el brillo de alguien a punto de perder el control—. Si quieres una maldita toalla, te la traes tú solito: sabes dónde está el baño. Niñato consentido.
Terry se apartó de golpe y le fulminó con la mirada, los ojos ardiendo de rabia.
—Lo que tienes ahí atrás es un baño, no una ducha: no hay toallas. Se ve que conoces bien tu casa. Y tengo mucho trabajo, dedícate tú a probar tus coches viejos —acabó alejándose para coger la ropa del suelo con un violento tirón.
—Ponte el mono, sube al Range Rover y te dejaré hacerle el rodaje al resto de mis coches viejos. —Jude se cruzó de brazos, su voz aún sonaba tensa—. Con un extra.
Terry no contestó. Su piel se había secado, pero la ropa interior seguía húmeda y le molestaba en contacto con la tela áspera de trabajo según se la ponía. Lo peor era la sensación de que había perdido alguna clase de duelo. En ese momento le importaba bien poco conducir, su mayor fantasía era agarrar alguna herramienta pesada y lanzársela a la cabeza a su jefe. O a la luna del Ferrari, lo que doliera más. Se entretuvo atándose las botas como si acabara de aprender a hacerlo.
—La decisión que tomes ahora será la que se mantenga durante el resto de tu contrato aquí. —La voz de su jefe sonó más relajada esta vez, pero igual de severa.
No iba a darle el gusto de contestar. Sacó las llaves del bolsillo, se le quedó mirando al pasar delante todavía echando chispas y se metió en el coche para sentarse en el lado del conductor. Jude pasó por delante del capó tentando sus ansias homicidas, abrió la puerta del copiloto y tomó asiento junto a él. Se abrochó el cinturón con diligencia y esbozó una sonrisa suficiente.
—Buena elección. Recibirás un extra de cien libras a la semana por esto.
—¿Por esto o por dejarme agarrar y amenazar sin hacer nada porque mi jefe da vibraciones de psicópata violento?
No había sido fácil regresar a la languidez habitual de su tono de voz, pero se sintió satisfecho por el resultado. El motor vibró suave al arrancar, un sonido muy distinto al rugir asmático que tenía antes.
—Por ambas. Y dependiendo de cómo te portes esa cifra subirá y las vibraciones de psicópata violento descenderán, o viceversa. —Jude esbozó una sonrisa satisfecha—. Eso suena realmente bien.
Hubo una última mirada desdeñosa antes de que un brusco acelerón pegara a Jude contra el respaldo. No había mentido, el coche iba mejor que nunca, pero con él al volante no podría disfrutarlo.
3.
Al día siguiente, Jude salió como todos los días de aquella semana a la terraza para encontrar las puertas del taller cerradas y el patio desierto. Era sábado, Terry libraba el fin de semana y él tenía que acudir al club en su visita mensual. Sintió una desazón molesta al ver sus expectativas traicionadas por su propia distracción. La presencia del muchacho había trastocado por completo su sentido del tiempo, pero hacía mucho que algo no le motivaba de verdad a abandonar la cama por las mañanas. Al menos le quedaban las imágenes del día anterior: el jabón recorriendo su anatomía, la piel erizada y el tacto suave bajo sus dedos.
Controlar sus impulsos fue un reto cuando le tuvo de frente. Recordarlo le provocó un cosquilleo de excitación. Pensó en agarrarle de los rizos dorados y empujarle contra el coche, bajarle los bóxers mojados y…
Se pasó las manos por el rostro y soltó una risa ahogada. Era como si su libido estuviera despertando de un largo letargo y bastaba imaginar la boca de Terry para que prendiera en sus venas. Con la perspectiva de que solo en un par de días el pegajoso silencio de las mañanas sería sustituido de nuevo por el trajín en el taller, Jude volvió dentro y se vistió para acudir al club.
Esa vez conduciría el Bentley con el que el mecánico se estrenó en su taller.
El Gentlemen’s Club era exactamente lo que parecía detrás de sus altos muros: un lugar de recreo elitista, gigantesco y con décadas y décadas de antigüedad. Al este de la ciudad, contaba con hectáreas de campos de golf, zona de equitación con alquiler de caballerizas, piscinas y saunas, gimnasio, biblioteca, salas de reuniones, restaurante y bar. Delante de este se extendían las terrazas ajardinadas, que en aquella época del año eran el lugar preferido de los miembros. Tenía que pasar por delante para encontrar al aparcacoches, y comprobó con placer que el Bentley seguía atrayendo miradas incluso entre aquellos que podían permitírselo.
En el pasado disfrutaba llamando la atención y despertando la admiración ajena. Esa fue la clave del éxito logrado en su juventud, pero ya no se sentía cómodo con la atención directa. No obstante, sus coches lograban que pudiera saborearla sin complicaciones, que las cabezas se volvieran y las miradas le siguieran. El aparcacoches le esperaba cuando se detuvo ante la escalinata de entrada. Le entregó las llaves y bajó para dirigirse a las terrazas, donde pensaba disfrutar del almuerzo. Por allí solía haber conocidos y, aunque algunas compañías eran más gratas que otras, le gustaba pasar unas horas rodeado de gente. Acabaría convirtiéndose en un ermitaño si no fuera por esos días.
Uno de los elegantes camareros se acercó antes de que pudiera tomar asiento.
—¿Lo de siempre, señor Larson?
Edward y Henry, dos viejos amigos, le hicieron señas para que fuera a su mesa.
—Sí, gracias.
Otro empleado acudió y se encargó de su chaqueta, de la que se desprendió mientras iba en dirección a los hombres que le hacían señas. Su humor era ligero esa mañana y les saludó con una sonrisa más honesta que de costumbre.
—Buenos días. Hoy habéis madrugado… ¿O es que yo he llegado tarde? —preguntó tomando asiento.
—No conocía una primavera tan soleada desde que era un crío. Va a ser un desastre para las cosechas y eso va a notarse en bolsa, pero qué diablos, al menos habrá que disfrutarlo —dijo Henry, el mayor de los tres, canoso y espigado.
—Nos estamos portando bien. —Edward, de la edad de Jude, señaló los zumos naturales —. Lo de Bill nos ha metido el miedo en el cuerpo, veremos cuánto dura. ¿Cómo va todo? Tienes buen aspecto.
—Si os ha durado una semana ya me parece un récord —comentó riendo—. Pensé que lo de Bill sería un revés para la productora, aunque Standford ha comprado sus acciones, así que me he quitado un enorme peso de encima. Vosotros tampoco tenéis mal aspecto, ¿es el sol o hay noticias favorables?
—Oh, Frank se pasó por aquí ayer, hoy está ocupado. Por parte de Henry la buena cara es por el sol, es como un oso y no solo en tamaño. Yo no me quejo, los negocios van bien y acabo de empezar unas pequeñas vacaciones.
—¿A quién le has robado ese Bentley? Es de los convertibles de edición limitada, si no me estoy quedando ciego —intervino Henry.
El camarero interrumpió la conversación al traer la bandeja con el desayuno. Dejó ante él el café, el zumo de naranja y un plato de gran tamaño a rebosar con los ingredientes de un desayuno inglés: huevos fritos, judías, panceta, salchichas, tomates a la plancha y tostadas con mantequilla. El olor despertó el apetito de Jude, aún adormecido, y su estómago protestó por las horas de ayuno.
—Me ofendes. No es la mayor joya de mi colección, pero no quiero ganarme vuestro odio alardeando. Quería probar el Bentley, lo he tenido parado desde que mi anterior mecánico se jubiló. Esta semana contraté a otro y parece bueno: está como nuevo.
—Pues ándate con ojo con a quien metes en tu casa, que esta ciudad cada día da más vergüenza —rezongó Henry pasándole un periódico doblado que había dejado en la silla vacía. No era el titular, aunque la noticia tenía letras grandes: la policía seguía la pista a grupos de jóvenes que organizaban carreras ilegales, a veces con coches robados.
—Que aproveche. Sí, claro que sí, seguro que el modus operandi de esa gente es entrar en casas de millonarios haciéndose pasar por mecánicos —se reía Edward.
—Viene recomendado por Frank y no estaba muy por la labor al principio. —«Aunque parezca un delincuente juvenil», pensó—. De hecho desconfié más por su inexperiencia que por otra cosa, pero está demostrando que es bueno.
Jude dejó el periódico a un lado y empezó a comer. No creía que tuviera que preocuparse por algo así. La edad hacía desconfiado y gruñón a Henry. No quería convertirse en él prematuramente.
—No le hagas ni caso. —Edward dio un trago a su zumo, mirándole con cierta añoranza, como si tratara de imaginar que era cerveza. Luego volvió los ojos a la zona de sofás y sonrió—. Henry tiene muchas cosas para renegar últimamente —dijo señalando con un cabeceo discreto, que fue coreado por un bufido de su acompañante.
En uno de los sillones, un conocido de los tres daba de beber de su copa a un muchacho de buena planta que podría ser su hijo.
—Ya no quedan caballeros —apostilló Henry.
Jude tragó el bocado que masticaba y observó la escena con cierta sorpresa. No era la primera vez que algo así ocurría en el club, pero sí era la primera que llamaba su atención.
—¿Qué me he perdido? —inquirió mirando a sus amigos con el ceño fruncido—. ¿De dónde ha sacado Phillip a ese pipiolo?
—No se sabe, lo trajo ayer por primera vez —dijo Edward.
—Para lucirlo. Lo mismo que tú con el coche, solo que tú no te restriegas contra la carrocería.
—A Jude el coche le saldrá más barato, a la larga. Venga ya, ¿qué es lo que te molesta, Harrison? Ves lo mismo con chicas cada semana.
—¿¿Y acaso he dicho que eso lo apruebe?? No me verás hacer algo parecido. Las intimidades de cada uno, en su casa —sentenció el mayor con gesto de disgusto, evitando mirar.
Jude se echó a reír y siguió observando a Phillip y su acompañante con interés. Ante los demás podía pasar por simple curiosidad, pero su imaginación se había disparado.
—Vamos, Henry, tampoco las paredes de tu casa te verán hacer algo así —bromeó—. ¿No estarás celoso?
El anciano alzó las cejas de tal manera que Edward se atragantó con la bebida.
—Al contrario que vosotros, que sois muy graciosos, sí soy un caballero. Y no perderé tiempo ni dignidad en responder a esa pregunta —dijo alzando la barbilla.
En realidad la escena no tenía nada de obscena. Ni siquiera se habían besado y la mano del millonario no subía de la rodilla del joven, aunque el modo en que le miraba dejaba claro el tipo de relación que mantenían.
—Se ve mucho por aquí de un tiempo a esta parte. A fin de cuentas este lugar ofrece privacidad. Tendrás que acostumbrarte —comentó Edward mientras consultaba su teléfono.
—No nos lo tengas en cuenta: el sol nos pone de buen humor y eso nos vuelve insoportables, ya lo sabes. —Jude volvió la atención a ellos, aunque sus pensamientos estaban en otra parte. Se imaginó el escándalo de Henry si aparecía por allí con Terry y eso le provocó una extraña satisfacción—. Pero Edward tiene razón, tendrás que acostumbrarte.
Henry rezongó y llevó la conversación a su zona de confort: quejarse de los políticos. Los tres hombres eran conservadores en lo económico por el bien de sus intereses y, a pesar de que cada uno se escoraba a un lado o a otro, no tenían problemas en hablar de la corrupción de todos, un nexo habitual que no daba lugar a discusiones incómodas. Pese a ello, la atención de Jude volvía una y otra vez a la escena de los sillones sin que pudiera evitarlo.
Lejos de allí, en la ciudad, Terry también estaba tirado en la comodidad de un sofá, compartiéndolo con uno de sus compañeros de piso, que hacía manualidades verdes con papel de fumar mientras jugaban videojuegos.
—Tío, se te dará muy bien conducir coches de verdad, pero con la Play eres un paquete. —Kevin ni siquiera se había peinado esa mañana y tenía la melena negra enmarañada. Era un poco más joven que Terry, delgaducho y con los ojos vidriosos de quien pasa la mayor parte del día fumando hierba—. ¿Tienes plan esta noche? Con lo que ganas ahora bien que podrías pagarnos unas rondas.
Terry le pateó con los pies descalzos, intentando pegarlos a su cara hasta que el otro acercó el mechero a los pelos de la pierna en una amenaza nada velada.
—Busca tu propio trabajo decente e intégrate en la sociedad.
—Paso. Elijo los porros —replicó encendiéndose el que acababa de hacer—. Estar adaptado a la sociedad te convierte en un psicópata. Y se empieza con un buen sueldo. Dentro de nada querrás tu propio piso con jacuzzi, plaza de garaje y esas mierdas.
—¿Quién te dice que no lo quiera desde siempre?
Terry dejó el mando encima de la mesa y esperó a que Kevin diera un par de caladas antes de quitarle el porro de la mano. Fumó en silencio, con gesto pensativo.
—Ayer casi me pega, el payaso. Porque paso de más jaleos con mi madre, si no le parto la cara.
—¿Que el pijo casi te pega? —Kevin cogió el mando de la consola—. Esa gente se cree que puede hacer con los demás lo que le dé la gana. ¿Qué pasó?
—Nada. El garaje era un horno y me quité el mono. Me fui a lavar y me dijo que me secara al sol, que no había toallas.
—Menudo gilipollas. Debiste darle una paliza. Los ricachones no saben defenderse, no tienen calle. ¿Ves? Por eso paso de tener un trabajo decente. Te obliga a esas cosas. A callarte cuando te tratan como si fueras un objeto.
—Bueno, luego debió arrepentirse, porque va a pagarme cien libras más por semana. Le eché una mala mirada y se acojonó enseguida —respondió Terry pasándole el porro.
No lo recordaba exactamente así, pero parecía posible. Era la única explicación para ese aumento de sueldo repentino, teniendo en cuenta que al principio no parecía muy dispuesto a dejarle mover los coches.
—Tío, eso suena muy raro, ¿primero te quiere agredir y luego te sube el sueldo porque le miras mal? Algo falla. Tal vez sea un chiflado. O esté senil. ¿Es muy viejo?
Terry no acostumbraba a darle muchas vueltas a las cosas y la posibilidad de que hubiera algo que se le escapara le puso incómodo. Sacó el teléfono del bolsillo para hacer una búsqueda.
—No, joder. Supongo que se dio cuenta de lo que había hecho y se arrepintió. Es mayor, pero no super viejo. Por lo visto de joven hizo cine. Es este —dijo pasándole el móvil.
En la pantalla se mostraba una imagen dividida en dos, una comparativa de Jude en su primera película con una foto actual en la que salía de un restaurante.
—¡No me jodas! ¿Jude Larson? —Kevin le quitó el teléfono de las manos y observó las fotos con un gesto de sorpresa exagerado. Luego le mostró la pantalla y señaló las imágenes como si Terry no las hubiera visto bien—. Es el jodido Jude Larson, tío. ¿No conoces sus películas? Si me fueran los hombres dejaría que me pisara la cara. Todo el mundo se lo quería trajinar en los dosmiles. ¡Pensé que la había palmado en un accidente!
Terry se echó a reír, una risa adormecida. Comenzaba a sentir los efectos de la hierba.
—Si me llevas en tu coche el lunes te lo presento para que le digas todo eso a la cara y te firme un autógrafo.
—Hecho. —Kevin le agarró la mano y cerró por sí mismo el trato con una sacudida—. Pero yo no quería tirármelo. Aunque sigue estando muy bueno, ¿no es tu tipo? Vaya desperdicio.
Terry se encogió de hombros. No lo había visto de ese modo. Seguía siendo guapo y por lo que había visto en el balcón se mantenía en forma, hecho que recordó cuando le agarró de la mandíbula. Otra de las razones por las que no comenzó una pelea, aunque esa información no era relevante para su amigo.
—Según mi tío ha estado casado dos veces. Es medio viejo. Y te olvidas del hecho de que es un gilipollas, tú mismo lo has reconocido hace un momento.
—Es el jodido Jude Larson. Tiene derecho a ser gilipollas. Y no es tan viejo, solo tiene treinta y cinco. —Kevin le tiró el otro mando, negando con la cabeza como si no se enterase de nada—. Los gays del mundo entero desearían estar en tu lugar. Lo dicho: está mal repartida la cosa. Vamos, que voy a pegarte la paliza que te mereces.
4.
El lunes Terry llegó tarde por segunda vez, aunque fuera poco. A las nueve y diez Jude salió de casa al escuchar el traqueteo de un coche desvencijado que fue balanceándose hasta su puerta como una mecedora gigante, escopeteando humo. Su mecánico se bajó primero con la expresión hosca de siempre. Tras él, un joven de su edad salió dando un silbido y ajustándose la gorra sobre el pelo largo.
—¡Tío, que era verdad! Es el puto Jude Larson. ¿Lo ves? —exclamó dando dos rápidos manotazos en el pecho de su amigo y adelantándose hacia su anfitrión—. Mola. Joder… Ah, señor Larson. Ya sé que es un rollo que me presente aquí para pedirle un autógrafo y todo eso, así que de camino me dije: no puedo ir con las manos vacías. Y ya estábamos fuera de la ciudad y solo había una gasolinera, allí vendían recuerdos, pero nadie en Londres quiere tazas o pisapapeles de Londres, ¿no? No sabía qué comprar y Terry empezaba a impacientarse, por suerte vi algo que le va a molar, porque le molan los coches y eso.
Solo tomó aire para meter la mano en el bolsillo de sus pantalones surferos y sacar un ambientador en forma de pino, ofreciéndoselo a Jude. Señaló el retrovisor de su coche.
—Huele que te cagas, tío. Y he comprado uno igual para mí. Así seremos compis de ambientador.
Aturdido por la verborrea del joven, Jude tardó unos segundos en reaccionar y agarrar el regalo por el cordón. El fuerte olor sintético molestaba incluso al aire libre. Miró de reojo a Terry, recriminándole silenciosamente que hubiera traído hasta allí a su amigo.
—Ah… Gracias, muy amable por tu parte —se dirigió al chaval de la gorra—. En realidad lo único que necesito a cambio de ese autógrafo es que guardes en secreto dónde vivo. Soy muy… celoso de mi intimidad.

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