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TrilogĂa del caos de MĂłnica BenĂtez pdf
TrilogĂa del caos de MĂłnica BenĂtez pdf descargar gratis leer online
Pack con los tres compendios de la trilogĂa del lĂo, adonde las talantes climátologicas adversas pondrán a certificaciĂłn los olfatos de supervivencia de dos compañeras que no se conocen siquiera tienen nada en comĂşn, o eso piensan ellas.
Cuando principio el lĂo
BĂşscala cuando comienzo el desconcierto. Esa es la locuciĂłn que su consejero le susurra a Nagore en su Ăşltimo denuedo. Sabe que se refiere a su hija, Adriana, sin embargo Nagore no comprende nada y solo tiene preguntas que inmediatamente no tienen respuesta. Âżpor quĂ© quiere que la busque? Y lo más importante, Âża quĂ© se refiere con el laberinto? Por su parte, Adriana recibe un sobre de su productor el vencimiento del sepelio con unas coordenadas y una expresiĂłn; ve allĂ cuando principio el desorden. Nada tiene sentido para ninguna de ambas incluso que unos eventos atmosfĂ©ricos sin antecedentes empiezan a estrellar el desorden en todo el espacio. Las telefonemas caen, las vĂas se vuelven increĂbles y las villas comienzan a inundarse. Entonces comprenden que deben verter. Nagore encontrará a Adriana, y las dos deberán esclarecer comunidades lo que esconden esas coordenadas en un recorrido inseguro, en el que caminarán bajo granizadas torrenciales y cualquieras dispuestas a todo para sobrevivir.
En centrocampista del vorágines
DespuĂ©s de oĂr la citaciĂłn de socorro de dos niños demasiado pequeños para estar unicos, Nagore y Adriana salen de su abrigo para armonizar en su pesquisa. Deben circular una longitud abundante en un globo adonde inmediatamente reina el desorden y la ley del más fuerte. Nadie da nada sin mover poco a trastorno y inmediatamente se han baqueteado mĂşltiples clanes que viven alimentándose del temor de los más enfermizos. Nagore y Adriana no tardarán en topar con uno de ellos y apercibirse de lo espinosa que ha sido su resoluciĂłn de originarse. Ahora no solo luchan por descifrar a esos niños, igualmente lo hacen por su propia supervivencia. Niebla densa, hatos liderados por psicĂłpatas y madamas dispuestas a causar cualquier cosa para suministrar aparte a su colecciĂłn. Âżpodrán sobrevivir en un globo adonde todo es impredecible?
El final del desorden
Ahora ahora no son dos personas las que deben conservarse al abrigo, son seis y una de ellas está destrozado fĂsicamente. Nagore, Adriana y Tatiana elaboran un anteproyecto que les parece guapo si dedican el periodo apremiante a obtener lo que necesitan, no obstante, no todo sale como ellas planean, y eso, costado a la apariciĂłn de variados forasteros al pueblo para tomar las casas que asimismo quedan en queso, y el agravamiento inminente del momento, las obliga a soltar y comenzar la desocupaciĂłn con anterioridad de hora. Sin un bosquejo concreto debido a los asuntos, deciden acoplar a morada de Loli en inspecciĂłn de baluarte mientras tanto piensan una notificaciĂłn logĂstica, luego todo salta por los engreimientos cuando el corregidor descubre que Nagore sigue viva, por lo que deberán esquivarse de manera ansiosa en centrocampista de una tromba elĂ©ctrica sin antecedentes.
1
30 de mayo de 2023, martes.
Nagore
—¿Qué te han dicho? —le pregunto a Abel en cuánto vuelve a nuestra oficina.
Mi mentor, profesor y amigo, ese al que desde hace años considero un padre, se masajea un brazo y se sienta en su silla con pesadez.
—Debo asistir a una reunión mañana en Madrid. Supongo que será algo rutinario, aunque saldré esta tarde sin falta —dice dejando su billete de vuelo sobre mi mesa.
—¿No te han comentado de qué se trata?
Él niega con la cabeza y yo sonrĂo.
—A lo mejor quieren convencerte para que no te jubiles —suelto entornando los ojos.
—TodavĂa faltan unos meses —sonrĂe—. ÂżNo serás tĂş la que no quiere que lo haga?
—Sabes que te echaré mucho de menos, pero mereces descansar y poder pasar más tiempo con tu hija por fin. Ambos lo merecéis.
—Supongo que no he de decirte que podrás consultarme siempre que quieras y que espero que vengas a vernos de forma frecuente —dice llevándose una mano al pecho.
—No lo dudes. ¿Te encuentras bien?
Ni siquiera le da tiempo a responderme cuando parece que siente una punzada de dolor en el pecho y se encoge sobre sà mismo dedicándome una mirada de auténtico pánico.
—¡Llama a enfermerĂa! ¡Di que es un posible infarto! —le grito a mi ayudante mientras rodeo la mesa para acercarme a Ă©l.
Intento que apoye la espalda en la silla, pero otra punzada lo lanza hacia delante y como Abel es un hombre corpulento y no me veo capaz de sostenerlo, intento por todos los medios aguantar su peso mientras cae al suelo.
Cuando logro tumbarlo y colocar su cuerpo bocarriba veo con pánico que ha perdido el conocimiento. No me da tiempo a comprobar si respira porque el médico de la base militar en la que nos encontramos aparece con el enfermero y un carro de reanimación.
Siento que el corazón se me va a detener a mà también mientras los observo hacer su trabajo. Mi cuerpo tiembla de desesperación y pánico, esto no puede estar pasando, se iba a jubilar, por fin iba a volver a casa para estar cerca de su hija después de toda una vida dedicada a un trabajo que ni siquiera sé si servirá para algo.
—Ha vuelto en sà —escucho decir al médico.
Suelto todo el aire que llevo conteniendo en los pulmones todo este rato y me acerco a Ă©l, que permanece todavĂa en el suelo, alzando una mano hacia mĂ como si quisiera decirme algo. Me arrodillo y cojo su mano entre las mĂas mientras las lágrimas ruedan por mis mejillas con una abundancia sorprendente. Abel me habla, pero apenas le oigo, asĂ que me inclino sobre Ă©l y acerco el oĂdo a sus labios.
—Búscala cuando empiece el caos.
—¿Qué? —pregunto desconcertada.
—A mi niña, juntas lo lograréis…
—No entiendo nada, Abel —me quejo llorando—. ¿De qué hablas?
Me acerco más, como si asĂ sus palabras cobrasen algĂşn sentido para mĂ.
—Empezará muy pronto —balbucea—, prométeme que la buscarás —me pide apretando una de mis manos de forma débil.
—Te lo prometo, la buscaré cuando emp…
Mis palabras se cortan y la sangre se me congela cuando él me dedica una sonrisa que se convierte en la última, porque sus ojos se cierran justo cuando exhala su último aliento.
2
1 de junio de 2023, jueves.
Adriana
Hace rato que no lloro, simplemente estoy sentada junto a MartĂn en el primer banco de la iglesia, observando incrĂ©dula el ataĂşd con el cuerpo de mi padre mientras el cura ofrece una misa que escucho como un murmullo.
—Necesito que acabe ya —le digo a MartĂn al oĂdo.
—Lo sé, seguro que ya no queda nada, aguanta un poco —susurra agarrando mi mano entre las suyas.
Suspiro y acaricio su mano agradecida porque me haya acompañado, no sĂ© quĂ© harĂa sin Ă©l y creo que no se lo digo lo suficiente.
Vuelvo a mirar esa caja de pino que contiene el cuerpo sin vida de mi padre y siento una punzada en el pecho, una punzada que contiene tanta tristeza como rabia. Mis ojos se inundan de nuevo y aparto la mirada de la caja para por primera vez, echar un vistazo a mi alrededor.
Hay mucha más gente de la que hubiese imaginado y no conozco a la gran mayorĂa, lo que me enfada más todavĂa y a la vez me da envidia de que todos ellos hayan compartido tiempo con mi padre en algĂşn momento.
Mis ojos se detienen de repente a mi izquierda, junto a una columna y como si quisiese pasar desapercibida, hay una mujer de treinta y tantos con la mirada clavada en el fĂ©retro. No se mueve, no parpadea y jurarĂa que a veces ni respira, solo llora en silencio de un modo que me conmueve. Sus lágrimas resbalan por sus mejillas sonrojadas sin cesar, con una tristeza infinita que me hace preguntarme quĂ© tipo de relaciĂłn tenĂa esa mujer con mi padre para sentir su pĂ©rdida de esa manera.
—¿La conoces? —me pregunta MartĂn de pronto.
—No la habĂa visto en mi vida.
—Parece muy afectada.
—SĂ, lo parece —secundo sin dejar de mirarla mientras acepto el pañuelo que me ofrece MartĂn para secar mis ojos—. ÂżCrees que tenĂa algĂşn lĂo con Ă©l? ÂżQuĂ© era su pareja?
—¿Su pareja? —pregunta perplejo —pero si podrĂa ser su hija tambiĂ©n, esa mujer debe tener tu edad.
—¿Y quĂ©? Será que no hay parejas asĂ.
MartĂn no dice nada y yo me paso el resto de la misa alternando miradas entre el altar y ella. Es guapa, realmente atractiva. Y si mi padre tenĂa ojos en la cara no me extrañarĂa que hubiese caĂdo rendido a sus encantos, no sĂ© por quĂ© a MartĂn le sorprende tanto.
La misa acaba y de pronto siento un vacĂo y un agobio que no me explico, me llevo la mano al pecho y ahogo un gemido rompiendo a llorar de nuevo. MartĂn me abraza y me consuela como solo Ă©l sabe hacer, sin palabras porque sabe que no las necesito, solo con sus enormes brazos rodeando mi cuerpo haciendo que me sienta un poco más segura al pensar que sin mi padre ya no me queda nadie.
Me recompongo como puedo y me pongo en pie, aguantando estoicamente que todos me den el pésame. Después de saludar a los pocos familiares que tengo y con los que apenas mantengo relación, me harto de escuchar palabras de consuelo de gente que no conozco y que me hace sentir cada vez peor.
—Estaba muy orgulloso de ti, te querĂa mucho, no hacĂa más que hablar de ti…
Esas son las frases que no dejo de escuchar y que me descolocan por completo. Es como si mi padre me hubiese excluido de su vida totalmente y tuviese otra en la que yo no formaba parte, pero toda esta gente sĂ y siento que la que ha estado muerta he sido yo. Tengo la impresiĂłn de que Ă©l hablaba de mĂ como alguien a quien ya no verĂa nunca más.
—No sĂ© quĂ© hago aquĂ, MartĂn —le digo sin poder contener las lágrimas otra vez—me siento fuera de lugar, todos parecen conocerse y aquĂ la Ăşnica que sobra soy yo.
—Tu padre era profesor, Adri, es normal que conociese a tanta gente —trata de consolarme.
Salimos y MartĂn abre el enorme paraguas para protegernos de la lluvia a ambos. Parece que el agua ha decidido darnos una tregua para el funeral y simplemente llueve de forma leve. No como los Ăşltimos dos dĂas en los que ha caĂdo de forma incesante provocando numerosos destrozos. Lo más gracioso es que ningĂşn parte meteorolĂłgico lo predijo, segĂşn los meteorĂłlogos, esta semana de junio debĂamos gozar de un cielo completamente despejado, y no solo no ha dejado de llover, sino que la compañĂa de una chaqueta fina o una sudadera no sobra en ningĂşn momento.
—El tiempo está loco —se queja una señora abriendo su paraguas a nuestro lado.
Después de coger el coche los cinco minutos que se tarda en llegar al cementerio, me encuentro de nuevo con el rostro empapado en lágrimas, sintiendo que me rompo por dentro mientras el enterrador coloca la tapa del nicho donde descansará mi padre.
La gente poco a poco va desapareciendo de forma sigilosa, ya han cumplido con su cometido de hacer acto de presencia y mostrar sus respetos y pueden volver a sus respectivas vidas. Nosotros permanecemos en el mismo lugar, guarecidos bajo el paraguas escuchando como las múltiples gotas golpean sobre él cuando la mujer de la columna aparece frente a mà bajo un pequeño paraguas gris.
Por algún motivo mi corazón se detiene al enfocarla, sus ojos marrones brillan por las lágrimas y sus mejillas húmedas siguen manteniendo ese color rosado cuando esboza una pequeña y dulce sonrisa y me tiende la mano.
—Lamento mucho la pérdida de tu padre —dice tras aclararse la voz con un ligero carraspeo—. Me llamo Nagore y tuve la suerte de conocerle bastante bien. Era un buen hombre —asegura intentando que sus labios no tiemblen.
—Gracias —titubeo nerviosa.
Me gustarĂa preguntarle muchas cosas, pero por algĂşn motivo estoy paralizada ante ella y soy incapaz de verbalizar nada más. Ella me dedica otra sonrisa y baja la mirada hacia nuestras manos, que siguen unidas en ese saludo inicial del que parece que no he querido deshacerme.
—Lo siento —me disculpo liberando su mano de mi agarre.
Nagore esboza una nueva sonrisa, y tras dedicarle un saludo de cabeza a MartĂn, desaparece como un fantasma mientras yo sigo paralizada mentalmente.
—¿Por quĂ© no le has preguntado de quĂ© lo conocĂa? —me pregunta MartĂn sin comprender.
—No lo sé.
—Buenos dĂas —saluda otra mujer apareciendo frente a nosotros—, mi más sincero pĂ©same por la muerte de su padre, señorita Montes.
—Gracias —respondo de forma mecánica mientras intento calcular su edad. ¿Cincuenta tal vez?
—Me llamo Amelia Salmedo, soy abogada y además del tema del testamento tengo algo para usted de parte de su padre. Pásese por mi despacho cuando le vaya bien —dice tendiéndome una tarjeta.
—¿Tiene algo para m� —pregunto descolocada.
—Asà es.
Esta vez sà que pienso con rapidez, estamos a jueves y es casi la hora de comer, pero si esta mujer es abogada seguro que abrirá su despacho esta tarde.
—¿Le importa si es esta tarde? Me gustarĂa solucionarlo todo cuanto antes.
—Por supuesto, tiene la dirección en la tarjeta, pásese después de comer y la atenderé antes de abrir el despacho —responde de forma amable.
—Muchas gracias.
La mujer tambiĂ©n desaparece y yo me giro hacia MartĂn intentando buscar en su expresiĂłn una respuesta a todas las dudas que tengo ahora mismo.
—Te invito a comer —dice sonriente—, aquà ya no hacemos nada más.
Tiene razĂłn, ahora un obrero está sellando el nicho subido a una escalera. Dentro de unos dĂas colocarán una lápida de mármol con el nombre de mi padre y eso es todo lo que quedará de Ă©l.
—¿En quĂ© piensas? —pregunta MartĂn al verme absorta cuando terminamos de comer.
—En toda esa gente, era como si todos ellos me conociesen a través de él, pero yo en cambio no sé nada de nadie. Me he sentido muy incómoda.
—Te entiendo, y sé que tu padre ha pasado demasiado tiempo fuera por su trabajo…
—¿Demasiado tiempo? —lo corto nerviosa—. por favor, MartĂn, lleva años alejado de mi vida. ÂżCuánto nos veĂamos? ÂżUna vez en navidades?
—Pero te llamaba —trata de justificarle enfadándome más.
—Me llamaba…—repito cabeceando—. ¿A una llamada al mes lo llamas tú relación de padre e hija?
—Sabes que te querĂa, Adri, ya has escuchado a toda esa gente. Te conocĂan a travĂ©s de Ă©l porque seguro que se le llenaba la boca hablándoles de ti.
Resoplo y sonrĂo negando, a MartĂn le resulta imposible ver el lado negativo de las cosas y agradezco que sea asĂ, creo que sin Ă©l ya me hubiese vuelto loca hace tiempo.
—Vamos, anda, don positivismo —le digo poniéndome en pie—, veamos que sorpresa me tiene preparada esa mujer.
Tal y como habĂamos quedado, la abogada nos recibe cuando todavĂa está cerrado. Durante varios minutos me habla del testamento, de las dos propiedades que heredo y de una cantidad de dinero que hace que MartĂn y yo nos miremos preguntándonos si el sueldo de un profesor de universidad que se habĂa retirado para dar conferencias por todo el paĂs, da como para ahorrar tal cantidad.
—Su padre me dio orden de encargarme de todos los trámites, asà que usted no debe preocuparse por nada.
—De acuerdo.
—Bien, pues en ese caso solo me queda entregarle esto —dice tendiéndome un sobre—. Su padre me pidió expresamente que se lo entregase en mano en caso de que él falleciese.
Es un sobre pequeño y fino que como mucho contendrá una sola hoja. No me imagino a mi padre escribiendo una carta de despedida, eso no iba con Ă©l, o tal vez sĂ, porque ya no estoy segura de sĂ le conocĂa del todo.
Guardo el sobre en el bolso y cierro la cremallera a conciencia como si temiese que se pudiera escapar lo Ăşltimo que me queda de Ă©l. Nos despedimos de la abogada, o más bien lo hace MartĂn, porque de nuevo me he quedado absorta en mis pensamientos y no reacciono hasta que salimos al pasillo del edificio en busca de las escaleras y de refilĂłn veo pasar a Nagore, la mujer que lloraba desconsolada junto a la columna. Ninguna de las dos detenemos nuestro paso, de forma mecánica le hago un gesto con la cabeza a modo de saludo y ella me lo devuelve con la mano antes de detenerse frente a la puerta de la que acabamos de salir.
—¿Va a ver a la abogada de mi padre? —le pregunto a MartĂn cuando llegamos al portal.
—Eso parece —responde encogiéndose de hombros.
—¿Y no te parece extraño?
—¿Quieres volver para que le preguntemos?
—No, creo que no —contesto cuando salimos a la calle y un manto de agua amenaza con hundirnos el paraguas.
—Joder con la lluvia —se queja MartĂn mientras corremos hacia el coche.
Una vez dentro del vehĂculo y envueltos Ăşnicamente por el ruido casi ensordecedor del agua golpeando el techo y los cristales, saco el sobre del bolso y me quedo mirándolo.
—¿Seguro que quieres leerlo aquĂ? Quiero decir, a lo mejor prefieres hacerlo a solas en tu casa —comenta MartĂn.
—No, quiero hacerlo ahora.
Las manos me tiemblan cuando rasgo el sobre y saco el papel que contiene dispuesta a leerlo. Mi decepciĂłn es enorme cuando solo veo unas pocas lĂneas y unos nĂşmeros anotados en la parte inferior. Supongo que no podĂa esperar mucho más.
“Querida Adriana, solo me irĂ© con un pesar a la tumba y será no haber podido pasar más tiempo contigo, espero de corazĂłn que puedas perdonarme y que no olvides nunca que te quise más que a nada en el mundo a pesar de no haber podido demostrártelo como merecĂas.
Sé que no tengo derecho a pedirte nada y aun asà lo voy a hacer. Prométeme que irás a las coordenadas cuando empiece el caos. Quizá ahora no lo comprendas, pero pronto lo harás”
—¿Qué coño? —gruño enfadada mientras arrugo el papel dispuesta a tirarlo por la ventana.
—¡Espera! No lo hagas, Adri —me detiene MartĂn—, ya sĂ© que es algo confuso y que ahora estás un poco afectada, pero no te deshagas de la nota. Tu padre querĂa que fueses allĂ y eso tiene que ser por algo.
—No empecemos con tus teorĂas de la conspiraciĂłn, por favor —resoplo mientras me seco las lágrimas. No estoy dispuesta a llorar más por hoy.
—No son teorĂas, solo te pido que lo guardes para cuando estĂ©s más tranquila.
—Está bien —acepto guardando de nuevo el sobre en el bolso con desgana—, pero no pienso ir.
—¿Por qué no? —pregunta alzando las cejas.
—¿Unas coordenadas? ÂżEn serio? ÂżTan difĂcil es poner una direcciĂłn?
—A eso me refiero, Adri, ¿no te mata la curiosidad? —pregunta emocionado.
—No tanto como a ti, eso está claro —resoplo poniendo los ojos en blanco—. ¿Podemos volver ya, por favor?
—Claro.
3
3 de junio de 2023, sábado.
Adriana
Cogerme un par de dĂas por el funeral de mi padre no sĂ© si ha sido buena idea. Ayer me pasĂ© todo el dĂa intentando elegir una foto de Ă©l para enmarcarla. QuerĂa una en la que los dos apareciĂ©semos juntos y sonrientes, pero me di cuenta de que actuales no tengo ninguna, todas son de cuando era pequeña y eso me entristeciĂł todavĂa más.
Hoy, por el contrario, lo que tengo es mal humor, y eso que el dĂa ha amanecido soleado por fin. No dejo de pensar en la dichosa nota, pero por mucho que miro mi bolso soy incapaz de sacarla de ahĂ, quizá porque me da miedo que me entre otro arrebato y acabe tirándola a la basura. MartĂn no está aquĂ para detenerme y evitar que luego acabe arrepintiĂ©ndome.
—Y hablando de MartĂn… —susurro en voz baja cuando mi mĂłvil empieza a sonar y su nombre aparece en pantalla.
—No me lo digas, sigues en pijama —suelta burlón en cuanto descuelgo.
Me doy un vistazo de arriba abajo y me muerdo el labio.
—Ese silencio me da la razĂłn —se rĂe.
—Justo ahora iba a vestirme…
—Pues perfecto, porque en quince minutos estoy ahĂ. Te vienes a comer a casa, y antes de que te niegues te advierto que Blanca no acepta un no por respuesta y lleva unos dĂas con un humor un tanto extraño.
Decido no protestar. SĂ© que mi amigo no desistirá en su empeño y lo cierto es que me apetece salir de aquĂ. Necesito despejarme.
Cuando llegamos a su casa y cruzamos la puerta, la mujer de MartĂn, Blanca, me recibe con un fuerte abrazo en el que reparte un millĂłn de besos por mi mejilla mientras me dice cuanto lamenta lo de mi padre. De nuevo mis lágrimas ruedan sin control durante un tiempo en el que ella no se separa de mĂ y que MartĂn aprovecha para ir a por un rollo de papel higiĂ©nico al baño.
—Que burro eres —sonrĂo entre sollozos cuando me lo entrega.
—Ven, vamos a sentarnos —me invita Blanca.
Veo con sorpresa que la comida ya está servida y que Blanca ha hecho uno de mis platos favoritos, huevo frito con patatas y croquetas caseras que le salen de muerte.
—Siento no haber podido ir al entierro, Adriana. Me hubiese gustado mucho acompañarte en un momento tan duro, pero es que no me sentĂa nada bien —comenta mientras comenzamos a comer.
—No te preocupes, ¿ahora estás mejor?
—SĂ, bueno, tengo ratos —sonrĂe descolocándome.
—¿Ratos? MartĂn me dijo que solo te habĂas sentido algo indispuesta. ÂżQuĂ© me estoy perdiendo? —pregunto tan preocupada que hasta dejo una de esas maravillosas croquetas clavada en el tenedor.
—Oh, no tienes que preocuparte. No es nada malo —se apresura a decir MartĂn.
—¿Entonces?
—Verás —comienza a decir Blanca—, quizá este no sea el mejor momento para contarte esto, pero eres la mejor amiga de MartĂn y yo te adoro, y la verdad es que ambos nos morimos de ganas de contártelo, pero pasĂł lo de tu padre y…
—Joder, Blanca. Me pones nerviosa, dilo de una vez, Âżvoy a ser tĂa?
—¡SĂ! —exclaman ambos al unĂsono.
Mi silla cae al suelo haciendo un ruido estrepitoso del salto de alegrĂa que pego. Me abrazo primero a Blanca que es a la que tengo más cerca y en ese tiempo aparece MartĂn y nos abraza a ambas. Y sĂ, los tres lloramos.
—No sabéis cuánto me alegro, en serio.
Pasada la emoción inicial, el tema de conversación durante toda la comida gira en torno al futuro bebé del que ya han decidido que seré madrina junto al hermano de Blanca.
Hubiese estado encantada de que esa conversaciĂłn se hubiese mantenido durante todo el dĂa, pero al terminar de comer y sentarnos en el sofá, MartĂn saca un tema que ya no me gusta tanto.
—Blanca y yo hemos estado hablando sobre la carta que te entregó tu padre.
—No me la entregó él, fue la abogada —lo corto nerviosa.
—SĂ, perdona, la abogada.
—Creemos que debes ir al sitio que te indica tu padre —interviene Blanca en tono conciliador.
—¿Para quĂ©? Si tanto querĂa que fuese porque no me lo dijo estando vivo.
—Supongo que tendrĂa sus motivos. ÂżEs quĂ© no tienes curiosidad? —pregunta MartĂn incrĂ©dulo.
—Un poco —reconozco relajando la tensión.
—Decidido entonces, MartĂn te acompañará mañana.
—No tan rápido, Blanca —se rĂe Ă©l—, esas coordenadas podrĂan marcar un punto al otro lado del planeta. ÂżTienes la carta aquĂ?
Asiento y me levanto en busca de mi bolso. De repente mi curiosidad se ha doblado. MartĂn abre el portátil y las introduce con cuidado de no equivocarse y cuando le da a buscar, el resultado nos indica que el lugar está a tan solo una hora de aquĂ.
—¿Qué sitio es ese? —pregunta Blanca con curiosidad.
Yo empiezo a mosquearme, porque el navegador no ha indicado ningĂşn nombre de pueblo o ciudad, tan solo un punto en medio de una zona verdosa y cuando MartĂn empieza a ampliar, comprobamos que en ese lugar no hay nada.
—Perfecto —resoplo molesta—, nos envĂa en medio de ninguna parte, a lo mejor quiere que vaya allĂ a meditar.
—No sabes lo que hay, Adri —se rĂe MartĂn—, quizá sea un sitio al que a Ă©l le gustaba ir y quiere compartirlo contigo.
—Oh, por favor —cabeceo negando.
—No discutáis que llevo una persona dentro y estoy muy sensible —se queja Blanca—, solo hay una hora en coche, Adriana. Podéis ir mañana, recemos para que el buen tiempo se mantenga.
—¿Y si no hay nada? —pregunto con rabia.
—Si no hay nada os habréis dado un paseo que te servirá para desconectar un poco de todo, y también te quitarás la espinita que sabes que tendrás clavada siempre si no vas.
¿Desde cuándo es tan sensata esta mujer?
—Está bien. Iremos mañana y si no hay nada no quiero volver a escuchar hablar sobre el tema.
—Perfecto, os prepararé un buen almuerzo y algo de beber —resuelve Blanca sonriente.
—Espera, ¿por qué no vienes? Podemos pasar la mañana allà los tres —le propongo.
—No, cariño. Solo de pensar en montarme en el coche me entran ganas de vomitar —dice acariciándose esa barriga a la que todavĂa no se le nota que lleva una vida dentro—, lo más inteligente que puedo hacer es quedarme donde haya un baño cerca y una cama en la que tumbarme.
4
4 de junio de 2023, domingo
Adriana
TodavĂa no me puedo creer que haya accedido a ir al lugar que me pidiĂł mi padre en la nota. No es que no sienta curiosidad, incluso Blanca tiene razĂłn y debo reconocer que si no voy no podrĂ© pasar página. Pero me da mucha rabia que no fuese más explĂcito. Ya que se molestĂł en dejar esa nota, podrĂa haberme explicado en ella quĂ© es lo que hay allĂ, o por quĂ© era tan importante para Ă©l que fuese como para asegurarse en vida de que ese dichoso papel llegase a mĂ transcurrida su muerte.
Siento que incluso ahora, después de muerto, no me deja conocerle.
—Deja de darle vueltas a todo y disfruta del viaje —interviene MartĂn mirándome de soslayo antes de devolver la vista a la carretera.
Le dedico una mirada rápida y media sonrisa. Ahà está él, como siempre a mi lado en los mejores y los peores momentos.
—A veces creo que no te merezco como amigo —confieso de sopetón.
MartĂn vuelve a mirarme y alza las cejas divertido.
—Para ti soy mucho mejor amigo que amante, eso está claro, pero si quieres que echemos un polvo rápido—bromea ganándose un capón.
—¿Crees que alguna vez Blanca siente celos? —pregunto pensativa.
—¿Crees que hubiese propuesto que te acompañase si asà fuera? Sabe que eres mi mejor amiga, y conoce la historia porque se la expliqué con detalle desde el principio, ya te lo dije.
—Oh, sĂ, olvidaba que le comentaste que estuvimos juntos casi cinco años —sonrĂo haciendo una mueca divertida.
—Y no olvides que te propuse matrimonio y todo —añade él guiñándome un ojo.
—¡Por Dios! Cuánto siento todo aquello, MartĂn —me disculpo abochornada al pensarlo.
—¿El qué? ¿Dejarme porque te diste cuenta de que te gustaban las mujeres? Sinceramente, prefiero que lo hicieses entonces que después de casados, imagina haber tenido que compartir mi enorme fortuna contigo en el divorcio.
—Eres idiota —digo riendo.
—Deja el pasado donde está, Adri. Los dos lo pasamos mal en aquel momento, pero lo superamos y ahora mĂranos, inseparables.
—Cierto.
Minutos después el GPS nos saca de la carretera general para desviarnos por una pista de tierra embarrada por las lluvias y repleta de curvas interminables.
—Menos mal que Blanca no ha venido —comenta MartĂn concentrado.
Seguimos por esa pista más de veinte minutos hasta que después de una de las curvas el navegador nos indica que debemos desviarnos a la derecha en un acceso apenas imperceptible a la vista.
De haber venido yo sola no estoy segura de que me hubiese metido, pero MartĂn lo ha hecho y ahora estamos aquĂ, con el coche parado frente al acceso porque es demasiado estrecho para pasar con Ă©l. Perfecto.
—Joder, ¿y ahora qué?
—Dejamos el coche aquà y seguimos andando —comenta como si nada.
—¿Andando? Si ni siquiera sabemos dónde es —exclamo mosqueada.
—Según esto debemos recorrer cuatro kilómetros por aquà y habremos llegado —explica mi amigo.
—Cuatro kilĂłmetros que pueden ser eternos, este camino no tiene muy buena pinta y es todo en subida, MartĂn. Estoy segura de que por aquĂ no pasan ni los forestales —comento un poco inquieta.
MartĂn me ignora. Coge la mochila con el almuerzo, cierra el coche y comienza a caminar. Joder.
Como yo ya predecĂa, el camino es cada vez más malo. El terreno es abrupto entre rocas, vegetaciĂłn y surcos enormes que se han dibujado con las Ăşltimas lluvias. Por no hablar de que las ramas y otras plantas invaden el estrecho camino y me tengo que pelear con todo para poder pasar.
—Solo son hierbajos —comenta tranquilo mientras yo me quejo una y otra vez.
—No corras tanto, que yo no estoy muy en forma últimamente —le pido casi sin aliento.
MartĂn me dedica una mirada divertida y decido callarme para no darle más carnaza con la que meterse conmigo los prĂłximos tres meses.
Casi una hora después y habiéndonos guiado por el navegador del móvil en todo momento, llegamos a lo más alto, donde la vegetación es más dispersa por fin.
—Vaya —comenta MartĂn parándose en seco.
Yo me quedo boquiabierta, pero no de emoción precisamente. Hemos conducido media hora y caminado otra por un camino perdido en medio de la montaña para encontrarnos con cuatro casas en ruinas.
—¿En serio? —pregunto molesta—. ¿De verdad hemos recorrido este camino de mierda para llegar hasta aqu�
MartĂn me ignora y da unos cuántos pasos. Yo resoplo, siguiĂ©ndolo a paso rápido hasta la pequeña agrupaciĂłn de construcciones en ruinas.
—Es una pasada, mira que vistas, Adri.
En una ocasiĂłn normal le ladrarĂa, pero debo reconocer que tiene razĂłn. Estamos en lo alto de una montaña, y a pesar de que la ruinosa construcciĂłn se encuentra rodeada de árboles, entre ellos se puede ver algunas poblaciones de la provincia de Barcelona como diminutos mapas de papel. Hoy el cielo no está tan despejado como ayer, de hecho, el sol se ha escondido del todo y las nubes amenazan con volverse cada vez más grises y premiarnos con otra dosis de agua como en los Ăşltimos dĂas. Y aun asĂ las vistas son magnĂficas.
—Pues nada, gracias, papá —ironizo mirando al cielo tras unos minutos—, unas vistas maravillosas.
—No seas asà —se rĂe MartĂn—, parece una masĂa abandonada.
—¿Una masĂa abandonada? —pregunto haciendo una mueca.
—SĂ. En Cataluña hay muchas de ellas construidas en lugares asĂ de inaccesibles.
MartĂn se acerca a los edificios entusiasmado y decido seguirle para ver si me contagia un poco y se me quita el mal humor que me ha entrado al llegar.
Hay exactamente tres construcciones en ruinas en una pequeña explanada coronando la cima de esta montaña, dos a un lado y una al otro. Supongo que la más grande debĂa ser la vivienda y las otras graneros y cosas de ese estilo, aunque es imposible saberlo porque apenas quedan restos de las paredes de ladrillos que un dĂa las sostuvieron.
—Está completamente abandonada —comenta observándolo todo a nuestro alrededor.
—Por no haber no hay ni pintadas, ni siquiera el vandalismo ha llegado aquĂ. Claro que está abandonada, MartĂn, ÂżquiĂ©n coño quiere venir a un sitio asĂ? Alejado de todo, en medio de una montaña y solo para ver cuatro muros medio derrumbados.
—Te sorprenderĂa saber a cuanta gente le gustan estas cosas, pero tienes razĂłn, es un lugar dejado de la mano de Dios, demasiado inaccesible y con poco que ofrecer para que el viaje merezca la pena. Y, aun asĂ, tu padre querĂa que vinieras —comenta pensativo.
—No empieces, MartĂn. AquĂ no hay nada y te garantizo que no encontraremos un mensaje de mi padre escrito en una pared —aseguro poniendo los ojos en blanco.
—Estamos aquĂ, Adri, inspeccionemos un poco al menos.
—Claro —me rindo poniéndome las manos en la cintura. Al fin y al cabo, la inspección no puede durar mucho porque no hay mucho dónde buscar.
MartĂn se pasea por encima de los escombros como un niño pequeño mientras remueve y observa las ruinas con atenciĂłn. Yo me limito a pasear por los alrededores, incluso me permito el lujo de alejarme un poco pensando que quizá las coordenadas no nos han traĂdo al punto exacto y pueda haber algo por aquĂ que dĂ© un poco de sentido a este absurdo viaje.
Lo Ăşnico que encuentro es un pequeño y precioso riachuelo unos doscientos metros adentrado en el bosque. Cuando estoy de regreso veo otros restos a la izquierda de la supuesta masĂa, parece algĂşn tipo de cementerio, una especie de panteĂłn tambiĂ©n en ruinas.
—FĂjate en esto, MartĂn —lo llamo sabiendo que le encantará verlo.
—Parecen los restos de un panteón familiar —comenta sorprendido.
—Es un poco raro, ¿no? Que tengan su propio cementerio particular.
—Mira este sitio, puede que fuese una Ăşnica familia la que vivĂa aquĂ y por eso construyeron el panteĂłn. ÂżTienes la nota de tu padre?
La saco del bolsillo y se la entrego a mi amigo con complejo de detective.
—¿Qué se supone que buscas? —le pregunto con curiosidad.
—No lo sé, Adri. Algo, algún detalle que nos indique qué debemos buscar. Estoy convencido de que tu padre no te ha enviado aquà para nada.
—Pues yo estoy convencida de que tú y él estáis igual de chalados —me burlo señalándolo con un dedo.
Ambos reĂmos a carcajadas y volvemos a la zona principal.
—Venga, vamos a degustar ese generoso almuerzo que nos ha preparado tu mujer y nos marchamos, Âżde acuerdo? AquĂ no hay nada, MartĂn, no le des más vueltas. En todo caso, ya volveremos cuando empiece el caos —digo jocosa mientras el cabecea dándome por imposible.
—¿A qué crees que se refiere con el caos? —me pregunta intrigado.
—No tengo ni idea, nada de esto tiene sentido para mĂ. Ni la nota, ni este sitio, y mucho menos el caos.
—Quizá sea un aviso, tal vez él tuviese información sobre algo que nosotros no tenemos.
—Joder, MartĂn, no hagas que se me indigeste el almuerzo con tus teorĂas raras. Si mi padre tenĂa informaciĂłn vital creo que lo lĂłgico es que me la hubiese dicho tal cual, no enviándome al culo del mundo para comerme un bocadillo vegetal exquisito con el paranoico de mi ex.
—AlgĂşn dĂa el tiempo me dará la razĂłn y tendrás que pedirme perdĂłn por tu insolencia —me señala amenazante antes de que ambos comencemos a reĂr y por poco me atragante con el bocadillo.
5
5 de junio de 2023, lunes por la mañana
Adriana
—No deberĂas haber venido, puedes tomarte unos dĂas más, sabes que podemos cubrirte —comenta Blanca mientras nos tomamos un cafĂ© en nuestro pequeño negocio.
—Estoy mejor asĂ, de verdad. Necesito volver a la normalidad o me volverĂ© loca. Además, en tu estado no debes hacer esfuerzos —digo guiñándole un ojo y haciendo una suave caricia sobre su vientre.
—Siento que hicieseis el viaje para nada. MartĂn me explicĂł que solo encontrasteis una masĂa en ruinas, y encima fui yo la que te convenciĂł para ir.
—No te preocupes. Creo que me vino bien salir, y debo reconocer que el lugar era precioso y tranquilo. Desde allĂ arriba tenĂamos unas vistas increĂbles, era perfecto para comerse un bocadillo tan bueno.
Blanca sonrĂe y las dos guardamos silencio cuando el locutor de la radio que tenemos en el despacho interrumpe la mĂşsica para dar un parte meteorolĂłgico. Hace un mes esto era impensable, pero desde hace dos semanas pasa a diario porque son incapaces de predecir nada que vaya más allá de las prĂłximas horas.
—La lluvia no parece querer dejarnos y cada vez cobra más fuerza, además, se acercan rachas de viento que podrĂan alcanzar los noventa kilĂłmetros por hora, por lo que se recomienda extremar las precauciones y salir solo si es imprescindible —anuncia el locutor dejándonos a ambas con la boca abierta.
—¿Acaban de recomendar que no salgamos de casa? —pregunta Blanca perpleja.
—Bueno, ya sabes cĂłmo va. No tienen ni puta idea de lo que puede venir y por si acaso se cubren las espaldas. Nos advierten y si luego no pasa nada dirán que la tormenta cambiĂł de rumbo —digo encogiĂ©ndome de hombros mientras aparece MartĂn resoplando a mi lado.
—TĂş siempre tomándotelo todo a la ligera —se queja mientras se limpia las manos—, algo va a pasar, si leyeses los blogs que yo leo o vieses unos cuantos vĂdeos en los que hablan expertos de verdad, entenderĂas que se cuece algo gordo, algo que solo los de arriba saben y no nos van a decir. Y no hablo de politicuchos de tres al cuarto que solo nos marean con sus leyes y sus robos a cara descubiertas, hablo de los que de verdad mueven los hilos.
—¿Otra vez con eso, cariño? —le pregunta Blanca rodando los ojos mientras yo sonrĂo.
—AlgĂşn dĂa me darĂ©is la razĂłn, listillas —asegura señalándonos con el dedo—, me vuelvo al taller, y tĂş no tardes que tenemos mucho lĂo.
—SĂ, señor —me burlo cuadrándome.
MartĂn se marcha al pequeño taller de reparaciĂłn de motos que tenemos en la parte trasera de la nave. Esas son nuestras funciones desde que Ă©l y yo empezamos a comprar motos averiadas para repararlas como un simple pasatiempo, que se fue convirtiendo en algo más cuando esas motos las vendĂamos despuĂ©s por el triple o cuádruple de lo que nos habĂan costado.
Al final nos animamos y juntos montamos un taller oficial. DespuĂ©s Ă©l se enamorĂł de Blanca, que era una excelente comercial que venĂa a vendernos recambios de la casa en la que trabajaba, y al cabo de un año, en una noche de borrachera de los tres, decidimos que podĂamos ampliar y montar tambiĂ©n una tienda de venta de motos de la que se ocuparĂa ella. De esto Ăşltimo hace cuatro años y lo cierto es que no tenemos un imperio, pero los tres vivimos desahogados.
Blanca se rĂe observando a su marido y se pone en pie en cuanto escuchamos la campana de la puerta, lo que significa que un posible cliente ha entrado en nuestra tienda de motos.
—Me voy al taller, si necesitas cualquier cosa, grita —bromeo haciĂ©ndola reĂr.
Me paso las siguientes dos horas totalmente desconectada, escuchando mĂşsica en la radio mientras le cambio el sillĂn a una moto porque algĂşn capullo sin nada mejor que hacer ha decidido rajarlo.
—La gente está mal de la cabeza —reniego contemplando el nuevo sillĂn.
MartĂn va a decirme algo en ese momento, pero de nuevo el locutor interrumpe la mĂşsica, esta vez para dar una noticia.
“Última hora en Madrid, ante el riesgo de inundaciones por las prĂłximas lluvias, el ayuntamiento recomienda a toda la comunidad que prepare mochilas de emergencia. Una por cada miembro de la familia que deberĂa estar siempre en el mismo lugar para que la encuentren rápido en caso de necesitarla. La mochila debe incluir: agua, un mapa en papel de la ciudad y la regiĂłn, una linterna con pilas de recambio sujetas a ella con cinta adhesiva, una radio FM/AM tambiĂ©n con pilas de recambio adheridas y una bolsa impermeable con la documentaciĂłn personal entre otras muchas cosas que pueden consultar entrando en la página web del ayuntamiento”
Tras eso el locutor vuelve a poner mĂşsica y yo miro a MartĂn, que se encuentra petrificado sujetando una llave inglesa en una mano y un trapo en la otra. Iba a intentar mantenerme seria, pero despuĂ©s de lo que he escuchado y de ver la cara que se le ha quedado a mi socio, rompo a reĂr hasta que consigo contagiarlo.
—¿Esa noticia es en serio o era una broma? —cuestiono cuándo nos calmamos.
—ParecĂa ir en serio —dice todavĂa impresionado.
—Venga, MartĂn, ÂżMadrid? ÂżDe verdad?
Ante la incredulidad de ambos, MartĂn coge su mĂłvil y entra en la página web del Ayuntamiento de Madrid. Los dos nos quedamos con la boca abierta cuando encontramos la informaciĂłn que acabamos de escuchar por la radio y el largo listado de cosas que se deben incluir en la mochila de emergencia.
—Joder —suspira MartĂn—, tĂş y Blanca no me tomáis en serio, pero te digo que está pasando algo. ÂżUn riesgo de inundaciĂłn y le piden a la poblaciĂłn que tenga planos de la regiĂłn? No me jodas, Adriana, contemplan la posibilidad de que la gente tenga que huir de la ciudad a pie.
—Tiene que ser un error, quizá alguna broma de algún pirata informático cabreado —digo poniendo los ojos en blanco.
—¿Y lo dicen por la radio?
—MartĂn, por favor —resoplo torciendo el gesto—, me puedo creer que un aviso como ese lo den en poblaciones atravesadas por un rĂo caudaloso, muy cercanas a una presa o algo de ese estilo. ÂżPero Madrid? ÂżQuĂ© se va a desbordar? Âżel Manzanares?
—No será la primera vez.
—Por supuesto que no, pero nunca lo ha hecho de un modo que la gente tenga que huir de la capital con una radio a pilas y un plano de papel.
—AhĂ está la cuestiĂłn —dice eufĂłrico señalándome con el dedo Ăndice.
—¿Eh?
De repente un trueno lo ensordece todo como si quisiera darle más énfasis a la noticia. La lluvia empieza a caer con fuerza desmedida sobre el techo del taller ensordeciéndolo todo y poniéndome el vello de punta. Miro hacia la puerta del taller que da a la calle y veo con sorpresa como cae una cortina de agua.
—Tal vez no es ese el motivo —dice ignorando el manantial que cae del cielo—, por mucho que se desborde un rĂo, o supongamos que fuese incluso la propia lluvia que colapsase el alcantarillado —teoriza—, nada de eso implicarĂa que la gente tuviera que ir por ahĂ con cosas rudimentarias que se están quedando obsoletas.
—Exacto, gracias por darme la razón —contesto tras un hondo suspiro que me sirve para tranquilizarme un poco.
—No te la estoy dando, Adri, ¿y si es otra cosa? Algo tan grave que no quieren decir para que no cunda el pánico entre la población.
—A ver, sorpréndeme —le pido resignada.
—La Ăşnica explicaciĂłn lĂłgica a algo asĂ es una caĂda de las telecomunicaciones y de las redes en general. Los mĂłviles no funcionarĂan, y por tanto adiĂłs al GPS, bĂşscate la vida con un plano como se habĂa hecho toda la vida.
—¿Te estás oyendo? —pregunto alucinada ante su aparente emociĂłn por su teorĂa.
MartĂn me ignora y vuelve a coger su mĂłvil y trastea en Ă©l durante un par de minutos durante los cuales yo me limito a observarlo. Joder, apenas parpadea.
—¡Ja! —exclama asustándome—. MĂralo, aquĂ lo tienes, en todos los foros ya están hablando de esto. Es informaciĂłn encubierta—dice mostrándome su mĂłvil.
—Son foros de gente conspiranoica como tú.
MartĂn ignora mi comentario, supongo que acostumbrado a que Blanca le diga cosas parecidas, y empieza a dar vueltas por el taller. Está claro que hoy ya no va a centrarse en nada que no sea esa dichosa teorĂa.
—Tenemos que preparar una mochila de emergencia para cada uno —asegura muy serio a la vez que guarda su móvil en el bolsillo.
—No hablas en serio, ¿verdad? —pregunto perpleja.
—Por supuesto —suelta deteniĂ©ndose ante mĂ—, tĂş misma has dicho que todo esto es raro. Reconoce que mi teorĂa no es descabellada del todo, Adriana. Algo pasa, puede que yo no acierte ni por asomo, pero algo se cuece y es mejor que estemos preparados. Además, ya has visto el tiempo Ăşltimamente, es impredecible incluso para la gente que se dedica a ello.
Ese Ăşltimo comentario es el Ăşnico que consigue hacerme reflexionar, porque en eso no puedo quitarle la razĂłn, el tiempo se ha vuelto loco. Llevamos demasiados dĂas con estas lluvias que no dan tregua y que no dejan de provocar destrozos, sobre todo cuando vienen acompañadas por unas fuertes ráfagas de aire que tampoco son comunes en esta Ă©poca del año. ÂżQuĂ© daño puede hacerme tener una jodida mochila? Si con eso MartĂn se tranquiliza, bienvenida sea.
—Sé que tú y Blanca pensáis que soy un pirado, pero me suda las pelotas, esto es gordo y puede que una mochila de mierda nos salve la vida.
—Está bien —lo interrumpo dejándolo atónito.
—¿Está bien? —repite confuso.
—SĂ, eso he dicho. El fin de semana que viene iremos y compraremos tres mochilas y todas esas cosas que nos salvarán del fin del mundo. ÂżContento?
—No.
—¿Cómo?
—Estamos a lunes, de aquà al fin de semana puede ser demasiado tarde.
—¡Jesús! ¿En serio?
—Muy en serio. Vamos ahora.
—¿Pretendes que cerremos el taller para ir a comprar unas mochilas que probablemente no usaremos en la vida?
—Eso mismo.
MartĂn se dirige a la persiana del taller y me pide que me acerque.
—Observa —dice señalando el cielo.
Enfoco hacia arriba y el corazón se me encoge, no solo diluvia, sino que el cielo tiene unos colores anaranjados que dan auténtico miedo.
—¿Te parece normal? Porque si para ti que el cielo sea del color del fuego mientras cae este puto diluvio es lógico, entonces nos quedamos de brazos cruzados.
Joder, qué cabrón, no sé qué decir.
—Tú decides —insiste presionándome.
—De acuerdo, pero serás tú el que le diga a Blanca que cerramos el taller para ir a comprar unas mochilas.
—Es la hora de comer, solo cerraremos por la tarde, y cerramos la tienda entera. No voy a dejar a Blanca aquà con este temporal. Nos vamos a comer a mi casa y después tú y yo nos vamos de compras.
IncreĂble, pero sĂ, eso es justo lo que hacemos. Y lo peor es que apenas le cuesta convencer a Blanca, porque ahora ha comenzado a tronar y parece que las paredes vayan a quebrarse.
6
5 de junio de 2023, lunes por la tarde
Adriana
DespuĂ©s de comer no perdemos el tiempo, y a pesar de la insistencia de Blanca en que no deberĂamos salir con la que está cayendo, MartĂn y yo nos subimos en su coche; Ă©l por terco y yo por no dejarle solo.
Cuando abre la puerta del garaje tengo la sensaciĂłn de que estamos al otro lado de una cascada, el agua cae como una cortina y la cantidad de rayos y truenos que la acompañan le dan un aire apocalĂptico que me pone los pelos de punta.
Salimos y MartĂn pone los limpiaparabrisas al nivel máximo. Las calles tienen casi dos dedos de agua allá por donde pasamos y apenas vemos a un par de viandantes que corren para ponerse a cubierto.
—Nunca habĂa visto un cielo asĂ de colorido —suspiro inclinada hacia delante para mirar.
—Yo tampoco.
Salimos de Remas, la ciudad donde viven MartĂn y Blanca y tambiĂ©n donde tenemos la tienda, yo vivo en un pueblo que está tocando a la ciudad, tan solo separado por el rĂo Carren que pasa entre ambos nĂşcleos urbanos.
El trayecto hasta la tienda, a pesar de ser corto a mĂ se me hace eterno. El agua no da tregua y MartĂn no puede conducir a más de treinta kilĂłmetros por hora porque es imposible si quieres ver lo que tienes delante.
Llevamos casi dos horas en una de las tiendas de deporte más grandes de la ciudad, oyendo como la lluvia golpea con fuerza el techo, y la gente hace comentarios asustadizos sobre el temporal que estamos viviendo.
Yo me limito a empujar el carro con paciencia mientras MartĂn elige todo tipo de materiales para que segĂşn Ă©l; sobrevivamos a la intemperie unos cuantos dĂas.
—Eso no está en la lista —resoplo cuando empieza a mirar tiendas de campaña de peso ligero.
—¿Quieres dormir debajo de un puente? —pregunta antes de comenzar a leer las caracterĂsticas.
No contesto. Diga lo que diga hará lo que le plazca, asà que desde ese momento me limito a observar cómo mete de todo. Cogemos un segundo carro porque el que tenemos está hasta arriba, no hay que olvidarse de que todo lo estamos cogiendo por triplicado.
Él hace caso omiso a la lista del ayuntamiento y mira la suya propia a travĂ©s de su mĂłvil, donde deduzco que ha entrado en alguna de esas páginas de teorĂas de la conspiraciĂłn que tanto le gustan y está haciendo caso a lo que entre todos han puesto allĂ.
Le veo coger un par de pantalones y chubasqueros impermeables para cada uno, también ropa de fibra sintética que se seca rápido. Coge mantas térmicas, utensilios de aluminio, dos pequeñas bombonas para cocinar, sobres de comida liofilizada, barritas energéticas y cuando pienso que ya estamos, nos vamos a la sección de caza y coge los cuchillos más grandes que encuentra.
—Joder, MartĂn. ÂżEn serio eso es necesario?
Se limita a asentir y después se detiene en otro pasillo frente a los walkie talkies.
—Esto es lo más importante de todo, yo me llevaré uno a casa y tú el otro —dice cogiendo los más caros, por supuesto, unos que tienen un alcance de diez kilómetros, al menos eso pone.
—¿Y para qué se supone que los queremos? —cuestiono comenzando a agobiarme.
—Para comunicarnos cuando los móviles dejen de funcionar —responde de un modo tan convincente y sereno que soy incapaz de rebatirle nada.
Cuando pasamos por la caja, la cuenta sube a casi dos mil euros. No me puedo creer que haya accedido a dejarme más de seiscientos euros en material de emergencia solo por no escucharle.
—Ahora faltan los planos y la radio con pilas —dice al coger el comprobante de compra.
—Por supuesto, vaya a ser que nos perdamos y no tengamos un puto plano de la comarca —ironizo cuando salimos.
Ahora la lluvia ha aflojado bastante, por contra, se ha levantado un aire de esos que hacen que solo te apetezca estar encerrada en casa, tumbada en el sofá con una manta y un bol de palomitas mientras ves alguna serie de las que están de moda.
Conseguimos los planos en una librerĂa del centro y la radio con sus pilas de recambio en el centro comercial. Cuando MartĂn por fin me lleva a mi casa, cruzamos el puente principal que se eleva sobre el rĂo y vemos que lo que en un dĂa normal es un ancho rĂo de aguas tranquilas y bastante transparentes, se ha convertido en un rĂo de aguas marrones y embravecidas que bajan con furia más de un metro por encima de su nivel normal arrastrando todo lo que han encontrado a su paso.
—¡Joder! —exclama MartĂn impresionado.
Yo no lo estoy tanto porque no es la primera vez que pasa, ya he visto el nivel del rĂo crecer otras veces cuando ha habido lluvias fuertes, pero no con la rapidez que lo ha hecho ahora, y lo peor es que, aunque ha aflojado, no deja de llover. Si el tiempo no mejora y si sigue creciendo, podrĂa desbordarse, y eso sĂ que no lo he visto nunca en los diez años que llevo aquĂ.
—Pon a cargar el walkie y tenlo siempre encendido. Prepara la mochila con todo lo que hemos comprado y tus artĂculos de higiene personal. Llena la cantimplora de agua y tenlo todo listo por si tuvieses que usarla.
Carraspeo y me rasco el pelo, la verdad es que no me atrevo a contradecirle.
—No hemos comprado todo esto para nada —añade muy serio—, ojalá no tengamos que usarlo nunca, pero ya que nos hemos gastado el dinero…
—Que sĂ, MartĂn, que ahora mismo lo preparo todo —lo corto resoplando.
—Prométemelo.
Lo hago, me acerco a Ă©l, le doy un beso en la mejilla y le prometo que lo harĂ©, porque sĂ© que, aunque parece un paranoico se preocupa por mĂ, y tambiĂ©n debo reconocer que en el fondo estoy algo preocupada yo tambiĂ©n. No sĂ© quĂ© coño pasa, pero pasa algo que no nos cuentan.
7
7 de junio de 2023, miércoles, Madrid
Nagore
Me muevo por mi piso de Madrid como un animal enjaulado desde hace horas, tal vez dĂas. No dejo de darle vueltas a las palabras que pronunciĂł Abel antes de morir: “bĂşscala cuando empiece el caos”. Al principio no le di mucha importancia, estaba en su Ăşltimo aliento y tal vez la cabeza no le funcionaba bien, pero despuĂ©s vino esa mujer a verme cuando estaba en el cementerio, la abogada, y cuando fui a su despacho me entregĂł un sobre que me tiene de los nervios desde entonces.
Lo vuelvo a abrir y saco el papel del interior, lo único que hay escrito en él es la dirección de su hija Adriana, esa a la que se supone que debo buscar cuando empiece el caos, y una anotación de Abel bajo ella.
“No la llames, la asustarĂas. Solo ve a verla cuando empiece el caos”
Me cago en el dichoso caos. Me he pasado horas encerrada en casa revisando todos los documentos que guardo de mis trabajos con Abel, buscando algo que él hubiese podido anotar sobre eso y que me dé alguna pista, pero no he encontrado nada. No hay ninguna referencia al maldito caos.
Me siento en el sofá con pesadez y observo mi mochila de supervivencia junto a la puerta, esa que el mismo ayuntamiento recomendó hacer. Cuando escuché la noticia por la radio me quedé perpleja, y más cuando dijeron que era por riesgo de inundaciones. Suerte que hice caso, porque el agua no deja de caer con fuerza y algunas zonas de la ciudad están anegadas.
Cojo el teléfono y llamo, a los pocos segundos descuelga mi hermano Iker.
—Lo voy a hacer—le anuncio nada más escucharle.
—¿De qué hablas?
—Voy a ir a Barcelona a ver a la hija de Abel.
—Joder, Nagore, ÂżtodavĂa sigues con eso?
—SĂ, no puedo dejar de darle vueltas.
—¿Vas a hacerle caso a las palabras que pronunció un hombre moribundo? Siento sonar tan cruel, pero quizá se le fue la cabeza —reniega enfadado.
—¿Y qué me dices del sobre de la abogada?
—Que estaba loco, eso digo. BĂşscala cuando empiece el caos, ÂżquĂ© caos, Nagore? ÂżLe costaba mucho ser un poco más explĂcito en esa nota?
—Creo que el caos ya ha comenzado, Iker, solo tienes que mirar por la ventana o poner las noticias. Medio mundo está siendo inundado por unas lluvias sin precedentes, por no hablar de las nevadas y el viento. Se están desbordando los rĂos y los alcantarillados no dan abasto para digerir tanta agua. Y lo peor, no para, no para y nadie es capaz de decirnos cuándo lo hará.
—Es un caos, no te lo niego, pero no puedes saber si Ă©l se referĂa a esto. Si tanto te intriga hazte con el nĂşmero de su hija y llámala.
—Abel no querĂa que la llamase, querĂa que la buscase.
—¿Te estás oyendo? ÂżQuĂ© vas a hacer? ÂżIr a Barcelona? Los aeropuertos funcionan a un treinta por ciento de su capacidad por culpa del temporal, y los trenes hace dos dĂas que no salen.
—IrĂ© en coche, y antes de que digas nada ya lo sĂ©, es una locura, pero si no salgo ya puede que ya no consiga hacerlo, Iker. Te prometo que tendrĂ© cuidado y que conducirĂ© despacio, pero necesito hacer esto o no podrĂ© dormir, he de saber por quĂ© Abel querĂa que buscase a su hija.
—Está bien —acepta sabiendo que nada puede hacerme cambiar de opiniĂłn cuando he decidido algo—, llámame en cuanto llegues, por favor. Y ten cuidado cuando se lo cuentes a su hija si la encuentras, porque es posible que llame a la policĂa diciendo que una pirada se ha presentado en su casa difamando a su difunto padre.
—Gracias por tu apoyo —resoplo con fastidio.
—Es una posibilidad, reconĂłcelo al menos —se rĂe.
SonrĂo junto a Ă©l, me alegra marcharme sabiendo que no está enfadado.
—Te llamo cuando llegue, te quiero —me despido.
—Yo también, ten mucho cuidado.
Cuelgo el telĂ©fono y acabo de completar la mochila con mis artĂculos de aseo. DespuĂ©s me visto con ropa cĂłmoda y meto el chubasquero y las botas en una bolsa de plástico. AquĂ saldrĂ© desde el garaje, pero cuando llegue tendrĂ© que cambiarme si no quiero acabar empapada y llamar a su puerta hecha una sopa.
Salgo con el coche y enciendo las luces. No son ni las doce del mediodĂa, pero las nubes son tan grises que parece que estĂ© a punto de hacerse de noche. Escucho el ruido de mis ruedas abriĂ©ndose paso entre los dos dedos de agua que hay sobre el asfalto y me detengo en el primer semáforo.
La gente no detiene su vida por la lluvia, pero los que en un dĂa normal hubiesen ido a pie, ahora van en coche y moverse por Madrid es toda una odisea. Los pocos viandantes que se ven van a cubierto bajo enormes paraguas y llevan los pies enfundados en botas de agua como las que usaba de pequeña para ir al colegio en los dĂas de lluvia, justo las que tengo en el asiento de al lado.
Tardo casi una hora en poder abandonar la periferia de Madrid y sĂ© desde el primer momento que voy a tardar mucho más de lo que deberĂa en llegar a Barcelona. Los coches de delante levantan autĂ©nticas cortinas de agua a su paso, lo que me hace mantener la máxima distancia posible mientras los limpiaparabrisas hacen su funciĂłn a toda velocidad.
Tres horas más tarde paro en un área de servicio a repostar y estirar las piernas. Al bajarme del coche noto un intenso dolor en las lumbares y contengo el aliento mientras se me calma. Llevo dĂas teniendo dolor y, supongo que estar varias horas sentada en el coche no está ayudando. Me tomo un analgĂ©sico y continĂşo mi camino con relativa tranquilidad. Durante más de cien kilĂłmetros la lluvia es muy leve, tanto que incluso pienso que a lo mejor va a parar por fin, pero entonces llego a la provincia de Tarragona y el cielo se vuelve completamente negro de golpe.
El agua comienza a caer como si fuera una cascada y, por mucho que reduzco la velocidad no consigo ver nada con nitidez a menos de un metro por delante de mĂ. Todo son puntos de color rojo que se difuminan por la carretera y empiezo a sentir autĂ©ntico pánico. Nunca he escuchado unos truenos tan fuertes que parece que vayan a reventarme los cristales del coche.
Miro el cuentakilĂłmetros y no paso de treinta por hora, y a pesar de circular a una velocidad tan limitada, no veo nada, solo coches que se empiezan a parar en los laterales de la calzada a la espera de que esto afloje. Decido hacer lo mismo mientras me aferro con fuerza al volante y rezo para que no venga algĂşn despistado y se me lleve por delante.
No encuentro huecos, es como si todos se hubiesen puesto de acuerdo. Asà que sigo avanzando con mucha cautela mientras me arrepiento de no haberle hecho caso a mi hermano. Definitivamente ir en busca de Adriana ha sido una mala idea, pero se trata de Abel, y yo confiaba ciegamente en él, sé que jamás me hubiese pedido esto de no tener un motivo de peso.
Por fin veo un hueco y respiro aliviada cuando logro detenerme. Paso casi hora y media entre truenos y relámpagos hasta que la fuerza de la lluvia se debilita y nos empezamos a poner en marcha otra vez.
8
7 de junio de 2023, miércoles
Adriana
Cuanto más tiempo pasa más me alegro de tener esa mochila preparada en el recibidor. Ayer el tiempo se estabilizĂł y trabajamos como cualquier dĂa, comimos en el bar de la esquina y hasta pudimos tomarnos una cerveza en una terraza al terminar la jornada.
Hoy en cambio no hemos podido abrir la tienda, y mucho menos salir a la calle. Las lluvias han vuelto esta noche por sorpresa y lo han hecho a lo grande. A travĂ©s de la ventana puedo ver la calle anegada de agua y el rĂo a medio metro de desbordarse. Desde primera hora de esta mañana hay un coche de la policĂa local patrullando por las calles emitiendo un mensaje por el altavoz que básicamente viene a decir que no salgamos de nuestras casas salvo que sea imprescindible.
Por la radio dicen que los bomberos han tenido que hacer más de doscientas actuaciones en las Ăşltimas doce horas. Accidentes de tráfico, tejados hundidos o que han sido arrancados por el viento, árboles caĂdos, personas atrapadas. Un puto desastre. Los meteorĂłlogos no se ponen de acuerdo y no son capaces de determinar hasta dĂłnde puede llegar esto o el momento en el que parará, y lo peor, no es solo en Cataluña, este temporal está azotando a toda España por igual. En el norte de Europa es incluso peor, porque en lugar de agua es nieve cayendo con tanta intensidad y volumen que está empezando a sepultar pueblos enteros.
Esto empieza a acojonar, y mucho.
El telĂ©fono me suena y lo cojo sin apartarme de la ventana. Esta mierda es como hipnotizante, no puedo apartar la vista de la calle y a la vez de un vĂdeo que alguien ha colgado en Twitter hace un rato. En Ă©l se ve el rĂo de mi pueblo y es alarmante, no solo por el miedo a que se desborde, sino porque por Ă©l están bajando árboles enteros, bombonas de butano, bicicletas, y lo Ăşltimo y lo que más me ha impresionado, parte de un tejado.
—Hola, Blanca —la saludo al descolgar.
—Esto es un desastre, Adriana —dice nerviosa—, no parece que vaya a mejorar, MartĂn y yo creemos que deberĂas venirte a casa con nosotros, no queremos que estĂ©s sola ahĂ.
—Estoy bien, no os preocupéis, en algún momento esto tendrá que parar.
—¿Y si no lo hace? ¿Y si va a peor?
—No dejes que MartĂn te meta sus mierdas en la cabeza —bromeo tratando de que se relaje.
Consigo que sonrĂa y la convenzo de que estoy bien, cuando se tranquiliza le pasa el telĂ©fono a MartĂn.
—¿Tienes el walkie encendido?
—SĂ, pesado, encendido y cargado.
Oigo un zumbido seco y la luz se va de repente.
—Joder.
—¿Qué pasa?
—Se ha ido la luz.
—¿En tu casa o en el pueblo?
Camino hacia el contador y veo que todos los interruptores están subidos.
—Parece que en el pueblo.
—AquĂ por ahora se mantiene. Apaga el walkie, Adriana. No malgastes la baterĂa.
—Te recuerdo que también funciona con pilas.
—SĂ, pero serĂa malgastarlas tambiĂ©n. Simplemente tenlo cerca de ti, y solo si se te gasta la baterĂa del mĂłvil lo enciendes, hablaremos por mensaje.
—Está bien.
—Adri.
—¿Qué?
—Ya sĂ© quĂ© crees que estoy loco, pero llena de agua todos los cuencos y botellas que tengas, no descartes la posibilidad de que tambiĂ©n haya averĂas en el suministro.
Tras eso cuelga el muy gilipollas. De verdad que con MartĂn y sus paranoias todo parece mucho peor de lo que es. Le hago caso, apago el walkie, dejo el mĂłvil sobre la mesa y busco la baterĂa externa que gracias a Ă©l tambiĂ©n tengo cargada.
Esta vez la que se agobia soy yo. Mientras estoy llenando todos los recipientes que encuentro de agua, la policĂa vuelve a pasar por mi calle repitiendo el mensaje, solo que ahora es más largo y me quedo quieta como una estatua para no hacer ruido y entender bien lo que dicen. Es lo mismo, solo que ahora añaden que, si la lluvia no cesa, hay riesgo de que el rĂo se desborde en las prĂłximas horas.
Menuda mierda. Decido que tengo que distraerme con algo porque estoy comenzando a ponerme realmente nerviosa. AsĂ que me voy a la cocina alegrándome enormemente de no haber hecho que me instalasen la vitro como tenĂa pensado, porque la mĂa funciona con gas y gracias a eso voy a poder cocinar.
Durante dos largas horas preparo comida que pueda aguantar un par de dĂas en un táper y que pueda comerme sin calentar en el microondas; tortillas de patatas, croquetas y cosas de ese estilo. DespuĂ©s preparo algunos sándwiches que envuelvo en papel de aluminio para que no se seque el pan y me preparo una ensalada para comer cuando el cristal de la cocina estalla en mil pedazos, algunos me alcanzan y el resto cae al suelo junto a la rama de un árbol.
Me doy tal susto que me caigo de culo y me clavo un par de cristales en una de las manos. Me quedo tal cual, observando con asombro el tronco que se ha colado en mi cocina mientras intento que mi respiraciĂłn y mis latidos vuelvan a un ritmo normal.
—Me cago en la puta —me quejo mirando como el agua entra por la ventana.
Me levanto todavĂa con las pulsaciones disparadas, cojo la rama con esfuerzo y cuidado de no hacerme más daño y la tiro por la ventana de nuevo para sacarla de mi cocina. DespuĂ©s cierro los portones exteriores y me maldigo por no haberlo hecho antes. Echo los cerrojos interiores que instalĂ© hace un par de años cuando durante las vacaciones robaron en un par de casas del vecindario, y antes de bajar la persiana, voy al salĂłn a coger una vela y la enciendo para tener luz en la cocina.
Una vez bajada esa persiana, enciendo otra vela más y empiezo a cerrar portones y persianas en todas las habitaciones salvo en el salón, donde dejo la persiana con las rendijas abiertas para poder ver entre los agujeros el exterior. Una vez hecho eso y sintiéndome algo más tranquila, me limpio la sangre de la mano para ver el alcance de los cortes, que por suerte son pequeños, y me la desinfecto para después ponerme un par de tiritas.
TodavĂa con el escozor de la mano y la respiraciĂłn más relajada, vuelvo a la cocina y empiezo a limpiar el desastre, suerte que la comida la tenĂa en la esquina de la encimera y no se ha visto afectada.
Sigo sin luz, no deja de llover y las noticias de la radio son cada vez más alarmantes.
9
7 de junio de 2023, miércoles
Nagore
Son las ocho y media de la noche cuando el GPS me marca que estoy a cinco minutos de mi destino. Tomo la salida que me indica y desciendo por la carretera hasta llegar a una rotonda en la que hay más de un palmo de agua y la policĂa local está desviando a todos los coches. SĂ© que debo obedecer, pero el GPS no me ofrecerá una ruta alternativa y me perderĂ©, asĂ que le hago señas a uno de los agentes y me detengo un momento.
—Voy a Varaid —le explico intentando pronunciar bien el nombre.
—Esta carretera está cortada, tendrá que dar la vuelta y acceder desde la parte alta.
—No soy de aquĂ, ÂżpodrĂa explicarme cĂłmo llegar?
No sĂ© de dĂłnde saca la gente que los catalanes son unos estirados, el agente me explica de forma muy amable y explĂcita el recorrido que debo hacer.
—¿A qué calle va exactamente?
Se lo indico y él cabecea alzando las cejas.
—El rĂo está a punto de desbordarse. Esa calle está en zona segura por ahora, pero si la cosa sigue a este ritmo deberĂan usted y su familia plantearse ir a casa de algĂşn familiar que viva en un lugar más seguro.
—Gracias, agente, lo comentaremos en casa.
Tras eso me pongo en marcha, doy la vuelta a la rotonda y tomo la Ăşltima salida para volver a la carretera por la que he venido. Salgo en la siguiente y siguiendo las indicaciones del GPS, llego hasta una calle llena de casas adosadas y aparco frente al nĂşmero siete rezando porque la hija de Abel se encuentre en casa y no haya decidido marcharse.
Echo el asiento hacia atrás y cojo la bolsa con el chubasquero, me lo pongo y cuando intento calzarme las botas de agua otro pinchazo en las lumbares me corta de nuevo el aliento.
Suspiro y expiro varias veces, me pongo la capucha y salgo del coche. Me acerco a la puerta exterior y pulso el timbre un par de veces, después me agacho y acerco la oreja al interfono porque con el ruido de la lluvia dudo que escuche nada cuando me conteste.
Espero pacientemente lo que me parece un tiempo razonable y vuelvo a llamar. Nadie contesta, y si lo hace no lo oigo. Intento abrir la puerta por si hubiese pulsado, pero está cerrada y es entonces cuando me doy cuenta de que las farolas de la calle están todas apagadas. Miro el resto de las viviendas y en ninguna de ellas hay luz. Genial.
Me alejo un poco y estudio el muro, la mitad inferior de ladrillo y la mitad superior es una verja de hierro opaca. Puedo subir al muro y saltar por la parte superior, solo espero que nadie me vea y avise a la policĂa pensando que estoy entrando a robar.
Vuelvo a abrir el coche, cojo la mochila y me la cuelgo de los hombros quedándome sin aliento otra vez. Maldita espalda, me apoyo en el coche unos segundos hasta que se me pasa un poco y miro el muro, no solo tengo que preocuparme de no resbalar al encaramarme por él, también debo hacerlo con movimientos suaves o corro el riesgo de que me dé otro pinchazo en las lumbares cuando esté saltando y me acabe cayendo.
Todo va perfecto hasta que me encuentro al otro lado y doy un pequeño salto desde el muro hasta el suelo. Me quedo petrificada en el sitio sintiendo como si algo me estuviese estrujando las lumbares. Me enderezo como puedo y a pasos muy lentos llego por fin hasta la puerta. Esta vez golpeo con la mano abierta sobre la madera varias veces hasta que la palma de la mano me pica.
—¿Quién es? —se escucha al otro lado unos segundos después.
Oh, joder, menos mal que está en casa, si tengo que volver a saltar el muro creo que prefiero acampar en el jardĂn.
—¿Adriana Montes? —pregunto gritando.
—SĂ. ÂżQuiĂ©n coño eres? —grita impaciente.
Vaya carácter, en eso desde luego no se parece a su padre.
—Me llamo Nagore Godoy, trabajaba con tu padre, nos conocimos en el cementerio, aunque posiblemente no me recuerdes —le explico con mucho detalle.
De pronto la puerta se abre algo más de un palmo y unos ojos de color avellana me miran de arriba abajo. Después me enfoca con expresión de desconcierto y abre la puerta haciéndose a un lado.
Doy un par de pasos hacia el interior y me detengo en la entrada cuando ella cierra la puerta. Todo está sumido en la oscuridad, la única luz es la llama de una vela que ella lleva consigo y dos más que se ven por lo que parece el salón.
—Lamento presentarme asà y a estas horas, puedo irme a un hotel y volver mañana por la mañana, yo…
—¿Desde dónde vienes? —pregunta observando mi mochila.
—Desde Madrid, no pensĂ© que llegarĂa tan tarde, pero ha sido horrible conducir con esta lluvia.
Adriana eleva las cejas y me observa sin decir nada. Debe pensar que estoy loca y no me extraña. Yo la observo a ella, vestida con un pantalĂłn de pijama de Tom y Jerry a juego con una camiseta negra de manga corta. Su melena castaña recogida en una cola baja y varias pulseras de cuero y cuerdas adornando sus muñecas le dan un aire juvenil que me fascina y me seduce de repente. No es la mujer de luto que recuerdo, aquel dĂa sus ojos enrojecidos y el flequillo pegado por la cara le daban un aire más serio y me pareciĂł bastante mayor de lo que en realidad es. Pero hoy no.
—No puedes irte otra vez con este tiempo, además, creo que a mi padre no le gustarĂa que durmieses en un hotel habiendo una habitaciĂłn libre —dice algo descolocada—, sĂgueme, te enseñarĂ© donde está el baño, puedes darte una ducha, no hay agua caliente, pero tampoco creo que pases mucho frĂo.
—Gracias.
Adriana me da una toalla y deja una vela dentro del baño. Veinte minutos despuĂ©s estoy duchada y vestida con un pantalĂłn de chándal y una camiseta. Jamás pensĂ© que me verĂa en una situaciĂłn asĂ de rara, presentándome en casa de una desconocida por muy hija de mi mentor que sea, solo porque su padre me dijo que la buscase cuando comenzase el caos. Maldito caos.
Dejo el chubasquero y el pantalón impermeable secándose en la ducha y salgo. Adriana me acompaña a la que será mi habitación esta noche, dejo la mochila en el suelo y vuelvo a quedarme sin aire otra vez.
—¿PodrĂas darme un poco de agua, por favor?
—Claro.
Sale de la habitación y yo busco otro analgésico y aprovecho también para llamar a mi hermano y decirle que por fin estoy a salvo.
—Joder, me tenĂas muy preocupado, Nagore —resopla de mal humor.
—Lo siento, el viaje ha sido caótico, no sabes lo mal que lo he pasado. ¿Cómo están las cosas por ah� —me preocupo, porque como estén como por aquà vamos mal.
—No pinta bien, precisamente ahora me pillas haciendo las maletas, pasarĂ© a buscar a los abuelos y nos vamos a la casa de la sierra, papá y mamá ya están allĂ. TendrĂas que haberte quedado, joder.

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